Hace veintincio años, el esfuerzo colectivo de una nación volcada en la consecución de un evento capaz de colocarla definitivamente en el mapa ofreció como sorprendente resultado la organización y desarrollo de unos Juegos Olímpicos que muchos siguen considerando los mejores de los tiempos modernos. Recuerdo haber ido a Barcelona antes del evento y recuerdo haber paseado por la Barceloneta y acudido a comer a un restaurante marinero muy famoso que estaba sumergido en una auténtica cochambre pues tal era el paisaje urbano de aquella parte costera de la ciudad. Volví con posterioridad y puede constatar el cambio radical que el plan regenerador establecido para preparar la ciudad de cara a la gran cita olímpica había conseguido. La ciudad era otra y ha evolucionado tomando como punto de partida aquella apuesta singular en la que con entusiasmo y generosidad participamos todos, empeñado en hacer de los Juegos del 92 un escaparate suficientemente intenso para demostrar al mundo que España había dejado atrás los años del blanco y negro y estaba perfectamente homologado con cualquier país adelantado del concierto internacional.
Veinticinco años después, Cataluña olvida el mensaje solidario y ecuménico de aquellos juegos en los que el país y todas sus instituciones se zambulleron entusiastas y sin regatear esfuerzo ni inversión para obtener un espléndido objetivo, y aboga por separarse del entorno que le ofreció cobijo institucional, esfuerzo generoso y solidario, dinero a manos llenas, incondicional respaldo y absoluta prioridad para desarrollar unas infraestructuras que han consolidado la Barcelona moderna. Una nueva ciudad de los prodigios que escribiría sin duda mi admirado y adorado Eduardo Mendoza que, como persona ilustrada y sensata y catalán admirable, abomina de esta insensatez de la desconexión.
Yo no sé que pasará el 1-O y en realidad apenas me interesa. Lo único que imagino es que el mal está hecho. Un cuarto de siglo para esto.