Opinión

Felices fiestas

Muchos de los que me conocen saben también de mi aversión patológica por las fiestas de Carnaval. Hace algunos años, Telemiño me llevó a un debate en directo para que representara a todos los que imploran desaparecer de la faz de la tierra cuando  se celebraban los carnavales y sembré el odio extremo entre el resto de los contertulios, todos ellos ourensanos y por tanto, entusiastas de estos fastos y defensores a ultranza de una celebración que en esta tierra cobra una especial trascendencia. Es una tradición arraigada  y solemne, se vive y se disfruta en cada municipio y solo faltaba que un imbécil como yo viniera a ella para cuestionar su existencia. Me faltó salir del plató escoltado por la Guardia Civil eso sí, lo reconozco,  con todo merecimiento.
Pero es que yo ni comprendo ni me gustan los carnavales y eso que he vivido algunos episodios muy curiosos en ellos. Por ejemplo,  algunos cuyas celebraciones me han sorprendido en ciudades del exterior en las que también se celebran hasta el delirio estos días en los que la gente suele perder el aplomo y se produce una tregua social que todo lo permite y lo licencia hasta que se cumple el plazo fijado y hay que empezar a mandar y obedecer de nuevo como ordena el reglamento.
Recuerdo haber coincidido con los carnavales de Dusseldorf, una circunspecta ciudad alemana que se trasmuta en esta fechas a pesar de que hace un frío que pela. Estaba yo orinando plácidamente en los servicios de una cervecería muy céntrica cuando irrumpió en el mingitorio un tropel de  jubilosos ciudadanos vestidos de obispos y monjas libertinas y pasados de cervezas todos ellos. Uno de los presentes, disfrazado de madre abadesa, se alivió con  una sonora ventosidad y se rió a carcajadas. Yo le jaleé con un “olé” muy sentido y el hombre se animó aún más. Sirva saber que finalmente me quité la gabardina y me puse a enseñar a los allí presentes las artes del toreo y salí a hombros de los urinarios como si fuera José Tomás. A mi mujer, aquel asomar por las escaleras del excusado jaleado por una tropa de alegres beodos y en hombros de la variopinta concurrencia no se le olvidará en la vida. Es comprensible hay que reconocerlo.
Llevo unos días cruzándome con mucha gente que disfruta con su disfraz y digo yo que bienaventurados todos ellos. Como yo no estoy por la labor, sospecho que también yo me lo pierdo.
 

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