Opinión

En la estación del metro

Utilizo con cierta frecuencia la estación de metro de Príncipe de Vergara y hoy hace apenas una semana que la crucé camino de la de Núñez de Balboa que es la mía. La mayor parte de los pasajeros que transitan por ella, desconocen que el Príncipe de Vergara era en realidad el general Espartero al que sus múltiples servicios a la nación le convirtieron en aristócrata y laureado militar partiendo de unos orígenes humildísimos como hijo de un arreglador de carretas en el pueblo manchego de Granátula de Calatrava. Referente liberal, ardiente servidor de la Corona, recibió tantos títulos nobiliarios como hechos relevantes se apiñan en su hoja de servicios, y así fue duque de Luchana,  de Morella y de la Victoria, y también príncipe de Vergara como general que selló, abrazándose con Maroto, el final de la I Guerra Carlista. Se le designó virrey de Navarra y presidió brevemente el consejo de Ministros. Incluso se convirtió en regente tras la huida de la reina Cristina y hasta la mayoría de edad de Isabel II. Dicen las crónicas que era un hombre muy coqueto que se tapaba la calva dejándose muy larga una parte del cabello de sus sienes recolocándolo luego a base de peine, agua y fijador mediante un proceso de gran complicación que corría  a cargo de unos de sus ayudantes, militar y barbero de oficio.
El caso es que el nombre del caudillo isabelino que saltó las tapias de su convento para huir de allí en ropa de novicio, y que se libró del desastre de Ayacucho –estaba cumpliendo una encomienda en Madrid cuando se produjo- es ahora mucho más famoso por dar nombre a una estación del metro capitalino y a una calle, que por su participación en hechos históricos que a la mayor parte traen sin cuidado. La calle la recuperó tras ser dedicada al general Emilio Mola verdadero jefe del golpe militar del 36. Y la estación, se ha puesto de última, simplemente porque el domingo le estalló su ordenador mientras viajaba, a una mujer en su bolso, causando una docena de heridos leves y un susto morrocotudo entre el pasaje. Ni Baldomero Espartero soñó nunca que su nombre bautizaría la estación de un artilugio suburbano motorizado ni a esta joven que le estallaría el ordenador. Ni en la estación de Príncipe de Vergara ni en ninguna otra. Que ya es mala suerte.  
 

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