Opinión

El veraneo más frágil

El verano en Palma de Mallorca lleva muchos años girando en torno a la Familia Real y sus apetitos estivales. Hace unos pocos años, cuando Don Juan Carlos no era emérito sino titular de la Corona, se establecía allí una especie de Corte paralela muy pendiente de estos invitados de sangre azul que otorgaban realce al estío balear con sus paseos al atardecer, sus cenas en restaurantes costeros que los egregios comensales ponían de moda, y las regatas, la pasión de casi todos ellos –dicen que la reina Letizia le tiene fobia a la matraca de las carreras de barcos- estableciendo un calendario de actividades lúdicas y sociales que convocaba en las islas legiones de fotógrafos a la caza y captura de la exclusiva. El que cazara a Letizia en bikini ganaba línea y bingo, y así estuvimos años.
Maricharlar, Cristina, Urdangarín, Elena, los caballos, los veleros, la soberana profesional con su discreta moda ibicenca, los amigotes regatistas del monarca, el posado de bienvenida y el de despedida, la visita preceptiva del presidente del Gobierno que tocara para despachar en Marivent, y  sobre todo el rey Juan Carlos, jefe de un clan artificialmente congregado que comenzó a desmoronarse de un día para otro y ha acabado como ha acabado. Este año, ya se sabe, el emérito se ha borrado por enfermedad, y fiel a sus querencias ha preferido continuar su vuelta a España gastronómica que acudir al avispero en el que se ha convertido Palma de Mallorca con apariciones entreveradas de debate público sobre la Monarquía en un entorno político del archipiélago que no es precisamente favorable a la Corona. La presidenta Armengol fue a presentar sus respetos al rey Felipe y a continuación abrió por sí misma el melón del debate sobre si aquí lo que hay que imponer es la III República de un día para otro.
La situación de la Familia Real es, a qué engañarse, simplemente desastrosa y manifiesta un cuadro de fragilidad y empobrecimiento alarmante, tanto que este escenario de veraneo real difícilmente puede sostenerse. Ya no está Marichalar, eliminado de la escena con trazo frenético. Tampoco está Urdangarín, que cumple condena en una prisión de Ávila en la que se encuentra como el conde de Montecristo. Cristina pues ya ve usted, Elena, qué le digo, doña Sofía nunca se sabe y el emérito de cena en cena y por libre.
Un caos, francamente.
 

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