Opinión

El alcalde berenjena

El alcalde de Valladolid es un experto en meterse en berenjenales sin aparente salida, aunque cada vez que se zambulle en uno de ellos aplica para librarse la manoseada  solución de culpar a los periodistas que le malinterpretan y sacan sus  sentencias de contexto. Aunque parezca imposible, este señor de lengua tan larga y sentido común tan corto, es un caballero ilustrado y de largo recorrido, profesor universitario, médico de profesión y especialista en Ginecología y Obstetricia, un cometido científico que debería haberle dispuesto de otro modo para  expresar sus consideraciones, sobre todo cuando están las mujeres de por medio a las que un color se les va y otro se les viene cada vez que este hombre abre la boca y se sale del discurso  ensayado que le prepararán sus asesores a los que no les debe llegar el sueldo para comprar  tranquilizantes. León de la Riva no se calla ni cuando el país está de vacaciones, y esta semana le ha tocado el turno a la teoría del elevador asesino donde, según aconseja este calamitoso consejero, hay que tener mucho cuidado con las señoras porque se pueden arrancar el sujetador, menearse la falda y salir de allí dando gritos, reflexiones hechas en respuesta  a un catálogo de advertencias cursadas a las mujeres por el ministerio del Interior para que tengan precaución y procuren no meterse en un ascensor a solas con desconocidos y en horas tardías porque corren peligro cierto de tener un disgusto.
Personajes como Francisco Javier León de la Riva, trasnochado e inconsecuentes,  no faltan en un país de contrastada tradición populista trufada de vicios añejos. Desgraciadamente, él es un ejemplo de personalidad aferrada al pasado que no ha percibido las ventajas de un muy profundo cambio operado en la sociedad española a partir del último tercio del siglo anterior y del que por fortuna nos lucramos todos ya en el siglo siguiente. Lo malo es que, en lugar de decir estos disparates tomando unas caña con los amigotes, los pronuncia desde la atalaya de su privilegiada condición institucional porque es el alcalde de una de las ciudades  más justamente bellas y consideradas del país, una capital de más de 300.000 habitantes a los que les debe entrar la tembladera cada vez que su alcalde decide  opinar por libre. Lo que pasa es que luego mata al mensajero y arregla hasta que comete una nueva inconveniencia.

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