Opinión

Corrupción y lobbies

Vivimos en un país en el que uno de sus personajes más populares es el pícaro, al que se admira más que a Don Quijote.
 Lo sabemos y decimos asustarnos de lo bribones que son muchos de nuestros políticos. En realidad sólo mantienen esa tradición española tan aceptada que nos hace creer que somos los más sinvergüenza del planeta.  Tampoco es así. Ser corruptible forma parte de la condición humana. En los países más virtuosos no hay menor putrefacción, que se controla con fórmulas legales inexistentes aquí.
 En EE.UU. y la UE se reguló la existencia de los lobbies que cabildean –de cabildo, reunión de hermanos-colegas, ayuntamiento o “ajuntamiento” de intereses--, que legalizan el cobro de comisiones en las actividades legislativas y políticas.
 Pero, fundamental, haciéndolas públicas: muchas leyes y contratos se aprueban por presión de los lobbies económicos.
 Así es como mantienen bajo control la corrupción, porque, además, unos lobbies vigilan que sus rivales no se salgan de las normas establecidas.  Aquí se improvisa individualmente, característica patria.
 Uno tiene un cargo político que permite manejar dineros –Gürtel, Pujol & Cia., EREs andaluces, etcétera—y forma una Mafia de Secretos Mutuos, S.L., que a veces descubre la justicia, cuando lo sano sería que dependiera  de un lobby para competir con otros en un mercado de corrupción regulada. El peligro radica ahora en que buena parte de los españoles podría dejarse engañar por los nuevos populistas que llegan hambrientos de poder y de dinero.  Los corruptos de hoy eran predicadores puritanos ayer, como los de Podemos, que si mandan arramplarán con todo aceleradamente y podrán a vivir a sus familias en el Palacio Real, igual que las hijas de su glorificado Chávez siguen como liendres en el de Miraflores de Caracas.

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