Opinión

Caspa independentista

Miremos desde un satélite esos 32.106 kilómetros cuadrados de superficie que forman Cataluña y varemos una sociedad mucho más rota de lo que imaginábamos hace pocos meses, cuando nos decían que existía un “pueblo catalán” unido.
 Ahora  aparecen, por lo menos, dos pueblos muy diferentes, uno de los cuales estaba oprimido por el supremacismo nacionalista que impone una lengua, un carácter y el desprecio hacia otros españoles.
 Y estos callaban se diría que humildemente porque aceptaban su cacareada superioridad económica y capacidad emprendedora.
 Aquella capa de barniz uniformizador se rompió en la segunda mitad de 2017 cuando la casta nacionalista, intoxicada por ese complejo de superioridad que le concedían los demás españoles, decidió separarse de ellos, emanciparse, porque era ya un pueblo único y diferente.
 Bruscamente los catalanes aparecieron divididos entre independentistas y constitucionalistas, primero en el Parlamento, luego, con la aplicación del 155 para evitar la separación, en las elecciones del 21 de diciembre.
 Los constitucionalistas mantienen diferencias poco escandalosas porque todavía carecen de poder efectivo, pero los separatistas están en una guerra civil.
 Se traicionan unos a los otros, se denuncian entre los jueces, iban a morir por la patria y huyen en los maleteros de los coches, y hacen y dicen mentiras y ensoñaciones dignas de un sainete castizo.
 Lo más bufo es que el huido Carles Puigdemont quiere –mañana dirá otra cosa--que el presidente de la Generalidad sea el encarcelado Jordi Sánchez, y le contestan que para gobernar desde una celda que vuelva y que lo haga él.
 Entre tanto, va descubriéndose lo grosero y mal montado que estaba su golpe de Estado, ocultado tras un barniz catalanista que ahora se descubre que era caspa brillante: así le hemos perdido el respeto a la Cataluña nacionalista.

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