Opinión

Volver a coger la toga

Pues, dilecta leyente, a pesar de la coraza que te proporciona el ser abogado penalista y que uno tiene una frágil salud de hierro, como mortal, a veces, los virus (éste era de simetría helicoidal) te atacan y no siempre vences todas las batallas. Por ello, es casi comprensible que algunos amigos se preocupen por este menda; a los que tuve que contestar que había salido victorioso de la convalecencia y anhelaba poder repudiar el verbo enfermar. Ahora me siento fresco como una lechuga del huerto de Getsemaní y deseando retomar mi vida normal o, tal vez, no tan normal:
 -¿Doctor cuanto tiempo me da de vida?
-Hasta que te mueras- contestó sarcásticamente el galeno.
Y me fui al despacho, donde ya me esperaba un acalorado cliente para denunciar a un sanitario por mala praxis deontológica. (Le tendré que pedir consejo a Hipócrates). Mi segundo caso, me convenció de que una barrera de género no da oportunidad de conciliar que hombres y mujeres seamos iguales en derechos. Mi cliente basaba su petición de divorcio en que su esposa quería trabajar de minera, algo que aquél consideraba afrentoso, pues perdería su feminidad en un puesto tan duro, olería a carbón todo el día y correría el riego de coger una silicosis.
Mire, le dije, en principio no es preciso justificar una causa para el divorcio, basta con una genérica dificultad de convivencia. En segundo lugar, ni la feminidad ni la masculinidad se pierden por el tipo de trabajo. Hoy hay cocineros y mujeres altas ejecutivas, sin que se haya producido ninguna alteración hormonal por ello. En cuanto a la enfermedad nadie está libre de ella. Por último, no hay olor que no se quite con una buena ducha. ¡Usted mismo! Y se fue en busca de otro abogado.
Mi tercer caso iba de trapicheo: ¡Agua! Había gritado el chaval, avistando la llegada de la “pasma”, advertida por el conserje de un trapicheo de drogas en el patio del colegio. ¡Qué tortura!, pensó el director del Centro Educativo, que vivía bajo el engaño de sus “beatíficos” alumnos.
La “bofia” había identificado y registrado a los jóvenes, poniéndolos a disposición del Fiscal de Menores y ahora me tocaba a mí, como abogado, defender a aquellos bandarras. Mi estrategia consistía en demostrar que el traficante era un joven ajeno al Centro, posiblemente antiguo alumno, y que los chavales eran meros consumidores, incluso algunos simples curiosos de la operación. Para ello contaba con lo que iba a declarar el conserje, pero su testimonio era un arma de doble filo, por lo que habría que hilar fino.
Menos mal, me dije, que los menores de 14 años están exentos de responsabilidad criminal.

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