Opinión

República islámica de España

Pues, dilecta leyente, hay quien cree que la discriminación que proscriben nuestras leyes, es solo por motivo de raza o pertenencia a determinada etnia, cuando es mucho más extensa, englobada la religiosa. Sorprendentemente no incluye la económica, que es la más frecuente y causa principal del rechazo de ciertas personas y grupos.
Sobre esto hay mucho “gilipichi”, que confunde el culo con las témporas. Racismo sería declinar una invitación al catre de las “Azúcar Moreno”, cuando tenían veintitantos, pero no de una mugrienta zíngara. Racismo es negar la entrada en el hotel de un reputado cirujano o una rutilante estrella del baloncesto, simplemente por su color. 
No caigamos en la fácil demagogia. En nuestro país solo se les rehusaría por ir mal vestidos, calzar tenis o no llevar limpio el pelo; vamos, lo que exige, normalmente, un portero de discoteca para entrar.  Y es que poderoso caballero es don dinero, que compra voluntades y afectos, independientemente de que se trate de un murciano o un marciano.
Aquí el problema lo tenemos con la inmigración de los “espaldas mojadas” norteafricanos. Y es que el hambre es apátrida, no tiene nacionalidad ni contención posible, por mucha torre de Babel, valla electrificada o utilización de los voraces perros con los que el seboso presidente de Corea del Norte descuartizó a su tío por un “mírame y no me toques”, con que intentemos ponerle freno. Y el expeditivo recurso a la devolución en caliente, tal como permiten los acuerdos bilaterales con Marruecos, choca con nuestra garantista legislación de extranjería.
La cuestión es que esta entrada masiva, ilegal e incontrolada, comienza a ser un serio problema de orden público y puede llegar a serlo sanitario. En momentos de restricciones económicas, de recortes que afectan a nuestros más vulnerables conciudadanos, en donde hasta nuestros socios europeos expulsan a nuestros trabajadores que han quedado en el paro, para que no mamen de la generosa teta teutónica o vikinga, es comprensible que, teniendo que elegir, pensemos con prioridad en alimentar a nuestro hijos, sin que ello signifique falta de humanidad o que nos desentendamos del grave problema de la hambruna que sufren en otros continentes.
El error es creer que se trata de un problema que tengamos que resolver a nivel nacional, cuando su solución es más compleja y precisa la intervención de las instancias internacionales, especialmente las europeas, pues nuestra piel de toro no es más que la puerta de entrada al “opuloso” Occidente, a favor de acuerdos de apoyo económico a estos países para que sus ciudadanos no tengan que emigrar. Ya sé que es una utopía, pero como diría el ínclito Sánchez Gordillo “La utopía son los sueños que se alcanzan con la lucha”. 
Por otra parte, como ya advirtió el reputado criminólogo estadounidense, Thorsten Sellin, habrá que atender a la delincuencia de la segunda generación por la inadaptación, consecuencia del choque entre ambas culturas, la recibida de sus padres y la del país de acogida. Y no hablemos del radicalismo yihadista y los “homegrown” (hechos en casa), conocidos como “lobos solitarios” que aunque nacidos en Europa odian nuestras liberales costumbres, y permanecen al acecho como células dormidas, ni la otra conquista pacífica a la que se refería Gadafi: la instalación en nuestras hospitalarias tierras de una república islámica, a través de los fértiles vientres de sus mujeres. 
Pero no nos pongamos estupendos, aunque yo, de momento, ya me estoy orientando hacia dónde cae La Meca.

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