Opinión

La honestidad de la Policía

Pues no, dilecta leyente, no me estoy refiriendo a la honestidad de los Cuerpos de Policía, sino al cuerpo de las mujeres de la Policía, y es que en Indonesia tienen un peculiar sentido de la honestidad policial, pero sólo respecto a ellas; pues ¿se puede usted creer que les exijan, para ingresar, el tener que demostrar que son vírgenes? Yo no sé a quién corresponderá practicar tan íntima y excelsa tarea, pero si quieren que se lleve a efecto con garantías y auténtica profesionalidad tendrán que acudir a las expertas “juntaoras” o “sicobaris” gitanas y su ancestral sistema del pañuelo blanco que prueba con la aparición de las “tres rosas”  la pureza de las candidatas.
A mí esto me recuerda al estrafalario Gadafi, que también había constituido su servicio de protección con mujeres vírgenes, al que se denominó como “Guardia Amazónica”. Eso sí, expertas en artes marciales y el uso de las armas de fuego. Lo anecdótico es que en una de sus visitas a Italia, en 2.009, se le ocurrió convocar plazas para su “harén policial”, como se le consideraba en Occidente, y ¡oh, my god!, se presentaron más aspirantes que en las rebajas de unos grandes almacenes. ¿Sería por devoción al Corán?
     Pero no se asombre tanto, aquí, dependiendo del Gobierno que nos toque sufrir podría ocurrir lo mismo, sólo que respetando el principio de igualdad, y sino repare como se han solucionado los reproches feministas sobre algunos oficios en que parecían prevalecer los atributos femeninos. Así que si la prueba de la virginidad es la conservación del himen, en el caso de los machotes podría ser el del frenillo (ya sé, ya sé…) y así podríamos presumir de tener el Cuerpo Policial más “honesto”, al menos de Europa.
Esto de la preocupación por la virginidad de la mujer viene de antiguo y tenía su explicación, que no era sino asegurar, mediante la pureza de la consanguinidad, la autenticidad de la estirpe, que lógicamente se transmitía a través de las relaciones sexuales de las hembras. Lo que obligaba a tenerlas controladas para evitar que se colase algún gallo ajeno en el exclusivo corral, que viniera a contaminar la descendencia y, cómo no, que heredase ilegalmente el legado familiar. Hoy los métodos para comprobar la paternidad, como el ADN, han avanzado tanto que estos medios sólo los practican los trogloditas.
Si el traer un “extraneus” era la única razón de tal escrupulosa vigilancia, ello tal vez propició que se recurriera a otras formas de goce sin penetración, que conllevaban más vicio que la clásica postura del misionero, hoy más obsoleta que las bragas con puntillas.
Pero mire, el valor de la virginidad, que no seré yo quien ponga en almoneda, fue, hasta no hace mucho, tan decisivo que nuestro código penal sólo protegía a la mujer frente al depredador sexual si era doncella, pues el bien jurídico era su honestidad y no la libertad sexual como es ahora, que ya no discrimina a la de moral distraída de la casta Susana. Es más, al andoba se le daba la posibilidad de evitar el talego, casándose con su víctima. ¡Cágate lorito!
La principal razón que hoy parece justificar esta obsesión del varón por la virginidad de su pareja parece tener su explicación en evitar odiosas comparaciones y no tener que oírlas el conmiserativo comentario de que el tamaño no importa o que no eres el primero en tener un gatillazo, y por el contrario poder convencerlas de tus superpoderes. Lo malo es que no tardan en distinguir la bruma de la calima y parodiando a Cicerón te puedan espetar aquello de “Quousque tándem abutere, Catilina, patientia nostra” (Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia).

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