Opinión

"De vostede, don Fulano"

Vi que eran todos mancebos, ninguna de más de treinta años, muy bien formados, de hermosos cuerpos y caras”, escribe Colón al desembarcar en Guanahani. Creía encontrarse en los confines del Edén que la tradición cristiana situaba al Oriente del Oriente; y por supuesto, creía haber llegado ya a las Indias. 


 Colón marró. Le faltaba por navegar todo el Océano Pacífico. Américo Vespucio puso nombre después a aquél lugar ignoto: América. Pero aun así, a aquellas gentes de hermosos cuerpos y cobriza dermis, se les siguió llamando indios.


 Harina de otro costal y blancura eran los indianos: Procedentes de aquellos tórridos trópicos, eran emigrantes que retornaban a su tierra empanados de riqueza y que, a pesar de que el vulgo se mofara de su vestimenta y su acento caribeño, cortaban el bacalao tras haber hecho las Américas. Algunos lograron amasar verdaderas fortunas: de regreso a sus orígenes (ite missa est) no las ocultaron, sino que intentaron prestigiarse ejerciendo mecenazgos y haciéndose construir suntuosos palacios en los que abundaban las palmeras y cegaba, por abigarrada, la policromía. Al final, como siempre, “poderoso caballero es don dinero”, muchos devinieron en caciques locales. Y abusaron.


 Recuerdo a un indiano mexicano oreado por el sol, chaparro y petulante, que todos los años pasaba largas temporadas en mi pueblo. Los chavales de entonces nos entreteníamos jugando a la billarda; o al burro, ¿burro quieres la cena?; o a “batuxarnos” (salpicarnos) pisando charcos: estaba yo en desventaja: los otros chicos usaban chancas, no zapatos ‘de gorila’, que eran los que nos compraban a los niños pijos. El caso es que una tarde de domingo, después de un chaparrón, el azteca millonetis le aflojó al más animaliño del pueblo cincuenta pesetas por pisar un charco y “batuxar” a la rapaza más bonita del paseo. Tate, tate, me dije, aquí hay que jugar húmedo, no sucio, si quieres pillar algo; y, a partir de ahí, era ver venir a lo lejos los diez duros en forma de Moctezuma galaico y tirarme a zapato enjuto a los regatos… Fue un fiasco: el millonetis se piró, yo me quedé a verlas venir y mis padres terminaron por comprarme unas katiuskas. Ahora que sí, a “batuxar2 ya no hubo dios que me tosiera.


 Pasaron los años. Crecí en estulticia, agitación y desconcierto ante las féminas. El indiano ya se instalara en el pueblo de forma definitiva. Dicharachero y picha brava, se le atribuían varios hijos “das silveiras”. Pero a mí se me antojaba ya un tipejo rutilante, con ese brillo falso que da el metálico, y la jactancia que genera la lisonja. Cariñoso a entrepierna ahíta y manos hueras, le gustaba vacilar con los más débiles: “¿E logo ti de quén eres”?, le preguntó cierto día a un niño que, zalamero, se le acercó por ver si caía un peso. El rapaz bajó la vista avergonzado: “De vostede, don fulano”. 


 Qué decepción: La madre del chico era aquella chica guapa que el más animaliño del pueblo había batuxado hacía años; maldita sea, no ganaba para fiascos: célibe a mi pesar, ni siquiera había podido bautizarme todavía por lo forestal: ¡y eso que yo había batuxado hasta las feas! 

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