Opinión

Una morgue a cielo abierto

Caracas. Colinas de Bello Monte. Medicatura Forense. Yo tenía a la sazón veinte abrileñas primaveras. Trabajaba en la visita médica. ‘Medicatura’ me sonaba a compraventa. Entré. “Hola, muy buenas, quería ver al gerente”. “¿De parte?”. “De parte de nadie, yo vengo motu propio”, y le guiñé un ojo a la recepcionista: estaba de muerte. Sin dilación me consiguió la entrevista con su jefe. Yo le di mis coordenadas telefónicas para poder agradecérselo con calma. Ah tiempos, tiempos… 
 “Dígame joven, qué le trae por estos pagos”, se extrañó el administrador. Se lo aclaré con mi tarjeta de visita, entonces se estilaba: “Soy de Laboratorio Hoeschst, vengo a ofrecerle mis productos”. En la pequeña Venecia (es lo que significa Venezuela), o en Pequín, un vendedor tiene que creer en su muestrario; ganarse -a pulso- la vida, a base de rellenar pedidos, y vender también su alma, si alguien estuviera interesado. El cuerpo ya queda al libre albedrío… “Verá –sonrió el administrador- como no me ofrezca sus condolencias”. Y me aclaró, confundiéndome, que los pacientes de aquella institución no requerían productos farmacéuticos.
Era un buen tipo. Un ‘pana’, que se dice en la tierra del Arauca, de las garzas, de la espuma... Nos caímos bien. Pero no era cierto: le vendí gasa, guantes de látex, algodón, alcohol isopropílico. Entonces yo era capaz de venderle una ordeñadora eléctrica a un pajillero eventual; y de cuota inicial, quedarme con sus gónadas.
Cuando ya me iba, hecho un basilisco, entró un re-mata muertos por la puerta: “¡Es viernes –vociferó- ya llevo seis autopsias, me piro!” “Doctor, no se me altere –lo disuadió el mandamás- otra más y se ‘agarra’ el lunes libre”. (Allí ‘coger’ es follar… ¡Ah las palabras!: los venezolanos dicen ‘mamahuevo’; los españoles tiquismiquis ‘gilipuertas’; y en Cuba, amigo lector que vituperas mis exabruptos, ‘comemierda’ –que era lo que era Fidel Castro- es más benigno aún que ‘soplapollas’.) 
El síndrome de la piedra y de la rueda me abdujo con su imán inescrutable. Nada me horrorizaba más que un fiambre. Pero, a fuer de extremar las precauciones, terminé estampándome contra mí mismo. “Doctor, ¿me permite presenciar la autopsia?”
Me pusieron una bata, una máscara, un gorrito. Me condujeron a la sala de los horrores. Entré lleno de arrepentimiento; condenándome para mis adentros, persignándome para mis afueras.
¡Dios mío, eran decenas! 
Apilados el uno sobre el otro, las mesas de acero inoxidable, hasta el techo de cuerpos macilentos. Las gavetas entreabiertas, asomaban las extremidades de cadáveres. El suelo inundado de piltrafas y coágulos. En el ámbito, hacinado de terror, el hálito de las aves carroñeras. El run-run de los refrigeradores enfriaba aquella sala, amarillenta también por los neones. Y a uno se le helaba el alma, ante las (des)gracias que contaban los bachilleres que, como yo, asistían a la cátedra forense. No tuve cojones a vomitar, la mayoría eran mujeres. 
Violencia desatada. Desprecio por el otro. Connivencia con la muerte. “Este, por robarle el carro”. “Aquel, por resistirse a un atraco en plena calle”. “A aquel ‘musiú’ (un portugués) por enfrentarse a los malandros que asaltaron su negocio”. “A aquella niña la violaron”. “Esta cabeza la trajeron hoy, sajada de un machetazo, el cuerpo todavía lo andan buscando”. “El de más allá por huevón, un plomazo entre los ojos; ya no discutirá más de béisbol”… 
¡Dios mío!
Caracas era una morgue a cielo abierto.
Treinta homicidios diarios. 
El modus operandi del hampa era asesinar. Sin más. Lo sigue siendo.
El miedo es la coreografía que interpretan cada día los caraqueños.
Allí sobreviví diez años.
Y aquí aún decimos que las palabras matan. Manda huevos.

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