Opinión

La inquietante certeza del azar

Por qué naciste blanca, sana, hermosa, inteligente, en un país desarrollado, en el seno de una familia estructurada, de padres universitarios que te adoran, que te cuidan, que te educan, que cuentan con suficientes medios económicos para inducir tus hobbies, fomentar tus gustos y garantizarte un futuro promisor. Por qué. 
 Por qué no naciste al otro lado del Estrecho. Por qué no africana o asiática. Por qué no niño. Y de la guerra. Por qué no nigeriana, por qué no. Por qué –y lo hacen porque reniegan del derecho de la mujer a la enseñanza- no fuiste raptada por Boko Haram y condenada a vivir en el infierno. Por qué no abocada, a tu pesar, a ser esclava –o mutilada- sexual. Qué has hecho para merecer tanta fortuna. Y, siendo así, por qué te quejas por todo. Por qué te ríes de mí. 
 Ahora que en tu lozanía florece un presagio de victorias. Ahora que pronto hablarás con el lenguaje de las diosas. Ahora que la belleza de tu rostro subyuga hasta a los espejos. Ahora que la gracia de tu cuerpo atormenta a quienes te contemplan. Ahora que se te abren todas las puertas, nada más abrir la boca, resulta que no quieres estudiar. Ni trabajar. Ni hacer nada provechoso por ti misma. 
 “¡Qué es lo que quieres, maldita sea! -te zarandeé con la fuerza de mi inquina-, ¿ser una ‘ni-ni’ más de la vida?” “Eso no es cierto -te zafaste de mis brazos- lo que pasa es que tú ya eres demasiado mayor para entenderme”. Y echaste a correr en medio de mi angustia… 
 Menos mal que desperté. Menos mal que, de la rabia, no me dio un infarto. Menos mal que era solo una pesadilla. Y menos mal que vomité aquel marisco caro -y pútrido-, que me dejó a porta inferni: de malas cenas están las sepulturas llenas. 
 Menos mal que Raquel -que no va a elegir ninguna carrera universitaria, porque tiene apenas ocho años-, sabe que no es justo que los padres no hereden de sus hijos más que arrugas: que deben ayudarles también a sonreír: y se esfuerza en el colegio; y muestra con orgullo sus sobresalientes; y se aplica con un pundonor de samurai en sus tareas docentes; y también en las extraescolares, y -al fin y al cabo alguien tiene que ganar- no le basta con participar, quiere ser siempre en todo la primera. ‘No paramos’, se sonríe entre pícara e infantil, cuando me cuenta que la llevan a natación, a patinaje, a tenis, a clases de pintura… 
 Pero también sabe que el mundo no le pertenece por entero; que debe adaptarse y obedecer a ciertas normas; que si deja la luz de su cuarto encendida, su madre le quita de la hucha una moneda; que en su casa cada quien tiene su faena, incluida la de dar de comer a la tortuga; que sus padres no le chillan (si los niños oyen gritos aprenden a gritar, lo tienen claro) y la tratan con respeto, pero la mandan al rincón de gestionar sus emociones cuando se pone impertinente… 
 Y algún día sabrá que su abuelo –que soy yo- la quiso con locura, pero le hablaba con firmeza, para que no confundiera bondad con bobería. 
 Después, de madrugada –la vigilia agudiza el espíritu- aún me quedé dándole vueltas al asunto: Menos mal que es mujer, me dije, y que viene una nueva era, la de Acuario: iconoclasta, libre de convencionalismos, sin prejuicios, sin artificios, cada vez más femenina en la forma de enfrentar la vida, de compartir el amor, de entender el universo y gestionar el día a día: intuitiva, tolerante, sin fronteras, con capacidad de perdonar. Menos mal. 
 Y dormí como un ceporro.

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