Opinión

Humanos...

Crucero americano. Pasaje yanqui. Y mar de las Antillas. Sol, música, focas y ‘screw drivers’ en el puente de cubierta. La marinería -asiáticos, hispanos, africanos y demás corderos de mar- pululando solícita y risueña entre las tumbonas. Rollito iuesey. Felicidad low cost de clase media. 
 De pronto se agita el cardumen. Cunde el acojone. Alzo la vista de mi libro -¡ah de mi libido; no ha mucho aún, la tendría puesta en algún culo!- y observo el correcorre de la peña. Gestos de reproche, miradas de repudio, vómito contenido en los esófagos... El problema estaba en el jacuzzi: allí se arremolinaban staff, crew y walkies-talkies: pude ver como sacaban a un joven en volandas y, como un Jonás, se lo llevaban hacia el vientre de aquella ballena gigantesca en la que singlábamos por las Bahamas. La culpa –se me ocurrió de pronto- quizá estaba en el pasado: los americanos han hecho muchas putadas: Camboya, Corea, Vietnam, Iraq, Afganistán… Los vengadores, sobre todo los de nuevo cuño y viejo odio, merodean por los lugares más insospechados en busca de impúberes huríes, y se hacen selfies con dinamita para obtener sus beneplácitos. Me alarmé. Uno no está para morir como un gilipollas entre esa panda de salidos, pajilleros y pederastas. El islamismo es lo que engendra. 
 Entonces vi venir al camareta –me mimetizo de sudaca cuando ando por los mares colombinos- al que había aflojado 20 pavos de propina nada más llegar al barco; traía una cinta rojiblanca en una mano ‘para balizar el área’ me dijo, y en la otra unos cuantos letreros de ‘Caution’. Al preguntarle me hizo un giño cómplice: ‘Un mojón de mierda don, pero estos gringos del carajo se alborotan con cualquier vaina’. Y sí, hacía media hora que estuvieran a punto de echar por la borda a una turista francesa que, turgentes, oreaba sus glándulas mamarias. Para los reprimidos sobrinos del Tío Sam el topless es pornografía extrema-blanda. 
 Y sí, la cosa no era para tanto. Resulta que un ‘handicap’ –meu rei- que retozaba a su bola en el hidromasaje, hizo a las olas un zurullo oscuro y cuellicorto como un patito feo; quizá con las burbujas se le ablandaron los detritus; o se le aflojó el esfínter, coitado; o tal vez fuese con la emoción, el madrugón, el gentío o la puta madre que parió al crucero, el caso es que –pobriño- no pudo, o no supo, contener con sus urbanidades sus necesidades y, circunnavegando a merced de los skimmers afloró el cagajón entre las espumas. Primero se espantaron los más próximos, que salieron pitando, pero luego uno al otro contagiaron el miedo a medio barco. El Zika, el Ébola, el Antrax, la de dios, cada uno acojonándonos según nuestra propia paranoia. 
 Yo, filósofo das silveiras, o de todo a cien, que ahora ya nadie sabe de campo, pensé: El miedo es la discapacidad más grande del ser humano; el XXI ha de ser por fuerza el siglo de la mierda: a la más mínima todos nos vamos de vareta. Y es que la mayor amenaza ya no son las bombas atómicas, ni los meteoritos, ni la contaminación, ni los virus, ni el sida, ni la guerra química: somos nosotros mismos. Tenemos –como la mierda en el cuerpo- el miedo dentro del alma. Qué pena de era contemporánea. 
 El caso es que, al final, todo se resolvió con un simple ganapán. Humanos… 

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