Opinión

Chismes de comadre

Mi comadre es criolla. Vive en Caracas. Es hija de gallegos emigrados. Nació en aquella Venezuela próspera de la industria petrolera. Se vanaglorió con el ‘Gloria al bravo pueblo’, el himno nacional, cantándolo cada día en la primaria. Se graduó de bachiller. Estudió magisterio. Se casó. Parió dos hijos. Los crio. Los educó. Y logró que no se los matara el hampa.
 Sus padres eran oriundos de la provincia de Ourense. De los alrededores de Allariz. Manolo y Pilar. Gente cabal. Trabajadora. Sabia. Analfabeta en la práctica. Jamás regresaron a España. Allí dejaron su vida. Allí enfermaron. Allí murieron. Allí descansan. 
 Allí los conocí recién llegado. Tenía 19 años. Me animaron. Me aconsejaron. Me disuadieron -porque hubiese regresado incluso a nado de no ser por ellos- para que no volviera. Y, apenas sin conocerme, y sin recibos, y sin garantías, y sine die, me prestaron muchísimo dinero. Todo el que yo necesitaba para reunir la cuota inicial de un coche de segunda mano. Así pude conseguir mi primer empleo. 
 Allí hice mi modesta fortuna. Allí nacieron mis hijos. Allí dejé mi juventud primera. Y miles de recuerdos. Y una comadre, Yula Ferreiro se llama, que es madrina de uno de mis gemelos, y que jamás ha dejado de querernos. Que nos envía noticias de vez en cuando. Y nos chismea de Venezuela y de sus gobiernos. Que ha crecido con Carlos Andrés Pérez, sufrido con Hugo Chávez y que ahora subsiste con Nicolás Maduro al borde del desespero. Que tiene un estoicismo a prueba de balas. Que jamás ha perdido la esperanza. Que nos hace reír con su vehemencia porque, para llorar, está aquel país que un día nos dio la oportunidad de prosperar y realizarnos. Ella, a pesar de todo, se siente orgullosa de ser ciudadana venezolana. ‘Del mal que uno huye, de ese se muere’, reza un refrán criollo. El caso es que no se plantea el volver a la tierra que fue de sus antepasados. De Venezuela no se sale, se huye. Y aquellos que lograron tener algo, una vivienda, un negocio, un proyecto de familia, no pueden abandonarlo al albur de una panda de demagogos bolivarianos, para caer en un país que ni siquiera queremos los propios que lo conformamos. 
 De vez en cuando, menos de lo que ella se merece, y a pesar de que jamás nos ha insinuado nada, procuramos ayudarla. Ayer nos envió un WhatsApp. ¿Es rabia, o es impotencia? ¿O son ambas?: ‘Hoy no es mi mejor día, ya que fui víctima de un atraco, donde un miserable parrillero (es el que va en la parrilla; de paquete, decimos en España) se bajó de la moto, se acercó a la ventana de mi carro y me encañonó con su revólver: ¡Dame el anillo, desgraciada, maldita perra, si no te pego un tiro! Por supuesto me lo quité y se lo di. Cómo creen ustedes –reflexionaba- que a un ser humano de esa categoría se le puede tener piedad. Solo Dios nos puede ayudar ante semejantes escorias. Pudrieron nuestra sociedad. La delincuencia manda. Pobre Venezuela. Tengo muchísima rabia. Pero no quiero enfermarme de odio. Me resisto a ello’. Y ponía siete u ocho caritas de sonrojo. 
 Yula Ferreiro ama a su país, a pesar de la descomposición social que experimenta. Y eso la honra. Y a mí, el tener una comadre de su talla. Los españoles, cuando suena el himno nacional, solo pensamos en cachondearnos, en vengarnos, en insultarnos o en separarnos. No tenemos gobierno, eso se arregla. Pero tampoco tenemos dignidad. Y eso, más que un problema, es una lástima.

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