Opinión

Historia sin fin en la autopista

Hay un antes y después de la inauguración de la autopista, a tramos a partir de 1981, primero Coruña-Santiago y Vigo-Pontevedra. No sería hasta mucho más tarde cuando se construiría la conexión clave entre Pontevedra y Santiago, y al final la extensión hacia el norte, a Ferrol, y por el Sur, hasta Tui. Una obra que tendría que haber estado terminada en 1983 tardó 25 años más debido entre otros asuntos a una férrea campaña del “non” a la autopista, calificada de “navallada” en el medio de Galicia que iba a dividir la comunidad en una parte rica y otra pobre, y que serviría para los planes de la OTAN. Un delirio como tantos otros que sólo contribuyeron a que este país fuera un poco peor en las relaciones humanas y comerciales. 
Si para Galicia la AP-9 lo fue todo, para Vigo mucho más, en positivo y en negativo. Lo primero, con la construcción del puente de Rande, que hoy sería un imposible, y que convirtió la Ría en una ciudad con dos orillas. O Morrazo dejó de ser una isla y pasó a integrarse en la dinámica de la Muy Leal, y también al revés: los vigueses cambiaron Samil por Nerga, Barra o Aldán, y muchos también se convirtieron en residentes en Cangas y Moaña, dos de los ayuntamientos que más crecieron en Galicia. No por casualidad. 
En cuanto a los segundo, los efectos negativos, apuntar que la AP-9 continúa siendo una carretera de pago que obliga a tener que abonar peaje para ir desde el centro hasta Teis, que se mete hasta la cocina y  donde buena parte de su trazado final apenas resiste un examen por los radios de las curvas y su estrechez. Pero esta vía que amplía capacidad para 70.000 coches al día continuará siendo de pago y cada vez más caro: un 85 por ciento más que a principios de siglo. Un negocio enorme para Audasa y malísimo para miles de ciudadanos.

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