Opinión

Rúa Pi i Margall

Hace mucho tiempo, unos cuantos años, que doy un paseo matutino por esta ciudad, más que nada para ejercitar el esqueleto ya que los días de maratón o footing se habían acabado. Suelo ir desde casa hasta llegar a la Puerta del Sol, saludar al Dinoseto y de ahí hacia el Paseo de Alfonso rumbo a la calle Pi i Margall, cuyo nombre es en honor del ilustre político, filosofo, historiador y escritor de la I República del siglo XIX. Creo que fue una de las primeras en ser humanizada y gracias a que su acera es de diminuta anchura y la calle es plana puedo caminar sin tropezar con perros, furgonetas, motocicletas, chavales con monopatines y salvo un par de cafeterías, la plétora de terrazas que inundan las de la ‘Milla de Oro’. Aunque suele ser una gozada de paseo, salvo la interrupción del sonido de una moto potente yendo a más de 120 kilómetros por hora ya que la calle es de vía única salvo los autobuses y taxis, no deja de entristecerme, día tras día y semana tras semana al ver cómo ha deteriorado el barrio que llega hasta el comienzo de la calle López Mora justo antes de la Comisaria de Vigo. Al principio solía regresar al llegar a la plazoleta psicodélica en la bifurcación de Peniche después de tomar un café en un bar frente al cerrado edificio de los ordenadores de la antigua Caja de Ahorros de Vigo. Poco a poco, por el DNI fui disminuyendo el paseo y ahora suelo dar la vuelta a la altura de las Carmelitas y tomar mi café en un bar justo enfrente. Con el paso del tiempo he llegado a contabilizar la mayoría de los establecimientos y edificios y por esta razón quise escribir esta pequeña memoria a una calle que sigue siendo de suma importancia por ser una de las arterias principales que unen el centro con la Plaza de América rumbo a Coia, el ‘Alfageme’ y que acaba en la Avenida de Samil. Lo primero que observo es el curioso contraste religioso entre el abandonado asilo católico, refugio de todo tipo de seres humanos desamparados y a pocos metros, al otro lado de la acera la iglesia Evangélica Unida que ofrece las misas cantadas todos los domingos y, más adelante, la iglesia San Clemente. Cruzo el semáforo de la rúa Llorente y suspiro de nostalgia. Los dos bares que habían a unos pocos metros ya cerraron, pero en frente hay actividad inmobiliaria con unos nuevos apartamentos que han conservado las fachadas originales. ¿Señales de los cambios en la construcción? Pero pronto acaba. Sigo mi rumbo. Recuerdo una tienda de flores que ya no existe, una panadería ya cerrada y una pequeña tienda de comestibles con el cartel de ‘Se Alquila’. Se nota poca actividad vecinal aunque está la sede de la Protección Civil del ayuntamiento, una autoescuela, escuela de peluquería, una tienda de piercing, otra de artículos de colegio y el único quiosco desde el centro ya que la que da con la calle Elduayen cerró igual que la de la Plaza de España. La gente ya no compra revistas. Una curiosidad; hay dos semáforos solo para peatones. Cuando vuelvo me quedo unos minutos a observar esta magnífica Ría desde el Paseo de Alfonso. Suelo encontrarme con algún crucerista. ‘No sigan, no hay nada’, les informo, ‘suban hacia ahí; al Castro.’ Aunque la acera de enfrente sufre de unos edificios abandonados, sin hablar de la panificadora, por lo menos me alegra ver que están restaurando el emblemático quiosco de la ONCE. Vuelvo a casa relajado.

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