Opinión

La muerte de una mascota

En nuestra ciudad como otras en Europa hay millones de hogares con animales de todo tipo como mascotas que, por varias razones alegran la calidad de vida de sus dueños. En nuestra comunidad de vecinos, como otras en la ciudad hay varios perros que salen con sus amos a pasear diariamente, la mayoría están bien cuidados y se comportan correctamente. Cerca de casa hay uno de los veterinarios más prestigiosos de la ciudad y está al lado de una serie de comercios. Nunca falta la cola o ‘lista de espera’, especialmente de perros y gatos esperando atención por algún problema de salud. Hay otras especies como peces de colorines, tortugas, alguna serpiente, pero siempre con el propósito de alegrar la vida del dueño. En el resto de la ciudad se nota la proliferación de perros de todo tamaño, color y raza, sentados y quietos en una terraza, a la espera del dueño en un comercio o simplemente de paseo por la calle. Los dueños, o por lo menos los que acompañan al can también son variopintos. Los hay que cumplen con las reglas de limpiar los restos de las heces, llevarlos con correa adecuada y si son peligrosos, con un buen bozal para no espantar a un niño despistado que lo quiera acariciar. Otros, les importa dos bledos las normas civilizadas, los dejan deambular sin la correa, miran al norte cuando el perro deposita los digeridos restos de la comida, se enfadan si alguien les llama la atención en una terraza porque el animal no cesa de ladrar y hay otros que pasean varios ejemplares al mismo tiempo como si les dieron permiso de la perrera más cercana. Personalmente estoy en contra de tener un perro en un piso, especialmente de gran tamaño. Lo considero una crueldad porque sigue siendo un animal nacido para el aire libre muy distinto a los gatos que se amoldan al sofá mejor que el abuelo, dormido mirando la televisión. Me crié con perros, pero viviendo en la pampa del gaucho. Mis hijos, que viven en fincas tienen los suyos, sin embargo, los suelen llevar de paseo a sitios donde pueden correr sin ser molestados por coches u otros peligros de la sociedad moderna de una ciudad. De todas formas, no dejan de ser otro ser viviente en un hogar que encima de ser fiel, es generalmente cariñoso, guardián, nunca se enfada con sus dueños y no hay niño/a que no se vuelva loco si Gaspar, Baltasar o Melchor le deja un cachorro en el día de Reyes. Pero todos tenemos un carnet de identidad con caducidad. Pasan los años y ese saltimbanqui que comenzó como un rayo de sol crece y envejece. De repente un día el veterinario le diagnostica un problema de salud. Al principio no es grave. A base de inyecciones o jarabes se arregla el malestar. Dos años más tarde las alegrías y las ‘sonrisas’ comienzan a desaparecer. El perro no puede hablar. Si hay dolor, solo un pequeño llanto y la tristeza en los ojos indica que es algo peor. Se acurruca en un rincón y puede que no quiera comer. Vuelta al ‘medico’. Necesita una operación. Tristeza entra en el hogar. Finalmente, no puede más y se nos va. ¿Por qué cuento esto? Porque lo he vivido en carne y hueso en mi familia, amigos y vecinos. Pero hay un lado feliz. Un día, aparece la cigüeña y deja en el portal de la vivienda un pequeño ‘ser’. Sonriente, con unos ojos alegres nos dice: ‘Hola, soy la nueva mascota.

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