Opinión

Tiempo de entendimiento y de acuerdos

Las elecciones del 20-D han supuesto un duro castigo a las opciones tradicionales así como el inicio de una apuesta hacia otras formas de hacer política, que unidas a la todavía alta abstención, plantean la necesidad de cambios y transformaciones de calado en nuestro sistema político, económico y social. No para volver a fórmulas periclitadas o que la experiencia universal ha demostrado fracasadas sino a reformas que mejoren la participación ciudadana y fortalezcan los principios sobre los que se apoya el sistema democrático: Juridicidad, reconocimiento de los derechos fundamentales de la persona y separación real de los poderes. 
Ahora tenemos ante nosotros, dada la práctica ingobernabilidad del país, la oportunidad de leer la voluntad de  electores y abstencionistas e iniciar un período de acuerdos y entendimientos a la búsqueda de esos cambios y transformaciones que precisamos. 


En efecto, en la democracia las cuestiones problemáticas que afectan a las condiciones de vida del pueblo, de las personas, es deseable que se resuelvan a través del acuerdo. El recurso, pues, al consenso como método ordinario de solución de conflictos es algo razonable y propio de los sistemas democráticos puesto que no parece admisible que el hilo conductor de la vida política sea la confrontación, sobre todo en esa versión  hoy tan presente del intento de destrucción  del adversario político.
El común denominador de la vida política ha de ser, ciertamente, el acuerdo, el diálogo, el acercamiento de posiciones, máxime cuándo de resolver problemas que afectan al conjunto de la ciudadanía se trata. Es más, sin acuerdos fundamentales y profundos es bien difícil sentar las bases de un sistema genuinamente democrático. Hoy, entre nosotros tenemos asuntos de gran envergadura  política y social que bien merecerían el intento del acuerdo y el entendimiento al margen de cálculos o intereses partidarios.
 Subrayar el carácter fundante o constituyente del acuerdo para la vida política no significa, ni mucho menos, que la actividad política se reduzca a los consensos. Este planteamiento, propio de versiones  ingenuas de lo que es la política, permite llamar la atención sobre algo que me parece fundamental cuándo se trata de reflexionar sobre la funcionalidad de los acuerdos, del diálogo, en la vida democrática. Me refiero a que el acuerdo, el pacto o el consenso constituyen un momento del diálogo, no  su estado ideal ni su conclusión. Lo realmente esencial es dialogar para intentar solucionar los problemas pensando en los derechos de los personas, pensando realmente en las condiciones de vida de los ciudadanos, en lo mejor para la comunidad en una palabra.
Ciertamente, el consenso, el acuerdo, son una etapa del diálogo, como también lo son el disenso, la divergencia, la discusión, la desavenencia o la recuperación, si es el caso, de la concordia. Todas ellas son fases del diálogo  igualmente valiosas. Pero lo fundamental, lo capital, lo principal, no es que los interlocutores se pongan siempre de acuerdo en todo y para todo, lo que es imposible muchas veces, o la mayoría, por obvias razones, sino que  respeten y tengan permanentemente presente el presupuesto metapolítico que hace posible el diálogo, que los convierte en interlocutores, en conciudadanos: la dignidad de la persona y sus derechos fundamentales.


Cuándo el acuerdo no es posible no pasa nada, no se rompe por eso el suelo de la democracia, porque siempre queda el procedimiento por excelencia, la confrontación en las urnas como método por antonomasia para resolver las desavenencias que puedan producirse, y que inevitablemente se producen tantas veces en la vida política. Por ejemplo, si de verdad no fuera posible el diálogo y alcanzar los acuerdos básicos para los cambios que precisamos, que se convoquen nuevas elecciones. 
Por tanto, no es incompatible ni contradictorio, en mi opinión, afirmar la categoría suprema del consenso básico, en muchos sentidos metapolítico, sobre el que ha de asentarse la vida democrática, y al mismo tiempo, el carácter ineludible de las confrontaciones que el juego político produce. Porque estas confrontaciones que se dan en el juego político no serían posibles sin aquel consenso. 


Hoy, sin embargo, si los actuales actores políticos fueran capaces de comprender que el pueblo lo que quiere son cambios profundos, no discusiones sobre quien o quienes encabezaran el gobierno, otro gallo cantaría. Ahora hace falta abrir un programa de reformas y preguntar al pueblo su opinión. Justo lo contrario de lo que leemos en la prensa en estos días: cuitas internas para ver quien liderará tal opción política, autoafirmaciones para residir el gobierno, propuestas de división de los españoles.
La pregunta es, ¿serán capaces los actores políticos del presente de pensar de verdad en los problemas de los españoles y menos en su supervivencia personal y política?

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