Opinión

La quiebra social de Cataluña

Qué fue de aquella Cataluña, simbolizada por Barcelona como paradigma, de la que Cervantes escribe en el Quijote: “"...y, así, me pasé de claro a Barcelona, archivo de la cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de firmes amistades, y en sitio y en belleza, única..."
Una aparente controversia entre los clientes de unos grandes almacenes por una cuestión trivial (la cola para ser atendidos), hace unos días, en una localidad catalana, generó un  duro enfrentamiento dialéctico, en el que quienes desde una postura de nacionalismo extremo exigieron a sus contradictores hablar catalán o marcharse. Además de mostrar un enfermizo  odio por 'lo español', advirtieron de que el castellano debe ser prohibido en la calle.
La relación de estos episodios es ya interminable: en algunos quioscos de prensa de Barcelona se niegan a vender la de Madrid, o hacen comentarios molestos para quien la compra. Es evidente que una parte de la sociedad, antes tolerante en su conjunto, está contaminada por el odio creciente. Madrid y el conjunto de los españoles tenemos la culpa de todos los males de Cataluña.
En esta deriva del sentido común, el nacionalismo extremo ha penetrado como un virus en algunas personas nacidas en otros lugares de España que, paradójicamente, alimentan las filas de Esquerra Republicana. Una parte de la infantería de Esquerra Republicana de Cataluña la forman arcabuceros andaluces, piqueros extremeños, arqueros murcianos… Un colega mío, apellidado Pérez, que tiene de catalán lo que yo de japonés, se enfadó conmigo por mis críticas a este proceso que él, como residente en Cataluña, considera la salvación del país y al que está entregado en cuerpo y alma con ejemplar tenacidad. Ha ocurrido siempre en la historia. Los conversos suelen ser peores que los vernáculos originarios de las causas que asumen. Uno ya no sabe si esto es complejo de Edipo o una patología social embadurnada de las mentiras que adoban la construcción del mito catalán, donde alguna de sus vanguardias, como queda dicho, se apellidan Ortega o Pérez.
El desafío de las autoridades catalanas frente al Estado, su desprecio hacia la Constitución y las leyes que hicieron posible su autonomía y que la dotaron de soporte jurídico es un acto de rebelión sin paliativos. Y el Estado debe defenderse con la misma energía y todos los medios, y cuando digo todos a su alcance. Y dejémonos de medias tintas.
Pero lo peor de todo no es que los catalanes y otros residentes de Cataluña pretendan resolver por sí solos una cuestión que es competencia de todos. Casi peor es que haya quien desde otras posiciones comprendan, apoyen o animen las pretensiones desbocadas de Mas, sin pies no cabeza. Incluso, desde esas posiciones, y quizá fruto de sus propios complejos, se haya llegado a escribir, entre el paroxismo de su admiración por “el vigor de la sociedad catalana” (que sale a la calle con su nueva bandera), que los gallegos somos un pueblo derrotado (y se supone que los catalanes triunfantes).
El Estado no debe ceder un ápice. Primero, que pongan fin a este desafío, y luego que se hable de todo, desde la reforma de la Constitución a la reformulación del Estado hacia una estructura federal, si todos estamos de acuerdo. Pero, si como fruto de esta huida hacia adelante, se otorgara a quienes han lanzado este  “órdago al conjunto de la sociedad española, alguna ventaja, concesión o privilegio, sus acciones habrían obtenido su fruto y constituirían ejemplo, estímulo y paradigma a imitar para quienes están a la cola del proceso para destruir lo que el socialista italiano Sandro Pertini llamaba, una de las grandes naciones de la historia. Quiero decir, España, naturalmente.

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