Opinión

Las dos oleadas de catalanes en Galicia, industriales y represaliados

Hay dos grandes oleadas de catalanes en Galicia: la primera es la de los industriales de la salazón, armadores y luego conserveros, que arriban a partir del siglo XVIII y que se establecen esencialmente en las Rías Bajas, por lo general procedentes de Blanes, y una segunda, menos conocida, esta vez forzada y consecuencia de la guerra civil. Se trata de los soldados del Ejército Popular a quienes Franco obligó a repetir el servicio militar, en algunos casos hasta durante cinco años, en los lugares más alejados de Cataluña. En Galicia, muchos de estos muchachos fueron enviados a Ourense, cosa que pude comprobar personalmente en los archivos del Regimiento de Infantería Zamora 8.
Conozco ambos extremos de esta historia. Primero, porque me casé con una moza de Bueu, de apellido Puig y familia de tradición conservera vinculados a los Massó, descendiente de Francesc Puig el primer miembro de la saga. El padre, el abuelo y todos los antepasados de mi mujer fueron conserveros.
En cuanto a los segundos, casi todos aquellos forzados soldados se echaron novia por aquí y formaron familias gallegas hoy extendidas. Como solían ser chavales espabilados y con contactos, se dedicaron esencialmente a dos cosas: al comercio, estableciéndose por su cuenta, o a ser representantes o agentes comerciales de empresas de Cataluña. Muy aficionados al deporte, introdujeron en Galicia modalidades comunes en su región de origen, pero poco a nada conocidas en la Galicia de aquel tiempo.
Conocí a alguno de aquellos catalanes, luego profundamente gallegos, por sus hijos y nietos, que, con cierta ironía y sentido del humor decían que le agradecían a Franco que los mandara a Galicia, porque gracias a esta circunstancia habían conocido a la que sería su esposa y fundar una familia. Por cierto, que ni uno sólo de ellos, al menos de los que llegué a conocer sería partidario de que Cataluña se vaya de España.
Por lo que se refiere a los catalanes que llegan a Galicia entre los siglos XVIII al XIX, según la propia experiencia de la familia de mi mujer, no empezaron a emparentar con gallegos hasta inicios del siglo XX. Hasta era tradición ir a parir a Cataluña. En el cementerio de Pereiró en Vigo se pueden visitar los panteones de los catalanes, donde se muestra la pujanza económica que llegaron a alcanzar y que da lugar a curiosas historias.
Hace años, tuvimos que localizar al miembro vivo de más edad de la familia Puig, una señora de cierta edad, a fin de que, como depositaria de la propiedad del panteón, autorizada la inhumación en su cripta de los restos de un pariente de una de las ramas de la familia, que expresó el deseo de ser sepultado con sus mayores. En ese sentido, se conservaba lo dispuesto por la tradición familiar.
Tradicionalmente, se considera que el primer ciudadano catalán empadronado en Vigo fue Bonaventura Marcó del Pont, alertado emprendedor, como luego demostraría, que arrastró a muchos de sus paisanos. Se sitúa si llegada en el temprano año de 1758. Prometiendo que aquí se podía hacer fortuna se produjo la masiva llegada de catalanes que se asientan en las rías de Vigo y Pontevedra, y diversificaron su actividad a partir de las salazones. Pero la suerte de los descendientes de aquellos pioneros ha sido diversa, como lo prueba cómo han acabado en nuestros días algunas de las empresas más boyantes de su tiempo. Alguna marca de aquellas conserveras, debido a su valor comercial y al mercado, precisamente catalán, existe hoy, aunque la empresa como tal quebró y fue comprada por otra. Tal es la herencia de Salvador Massó Palau, oriundo de Blanes, que llegó a tener en Cangas y Bueu (y también en Barbate, Cádiz) algunas de las mejores fábricas de conservas de Europa. 
Los catalanes En Vigo se instalaron en el llamado barrio del Arenal, que será atacado por los pescadores de Cangas a causa de la descomunal competencia que para la pesca tradicional supuso la introducción del arte de la “Jábega” que, a finales del siglo XVIII ya extraía de la ría miles de toneladas de sardina, que en gran medida era exportada al resto de España.
No es una leyenda urbana que gran parte de los inmensos beneficios que reportaron a los conserveros (catalanes y otros, pero especialmente los primeros) de Galicia sus suministros a los combatientes de los dos bandos de la I guerra mundial, pero especialmente a Francia, sirvieron para levantar una serie de construcciones emblemáticas que dieron al centro de la urbe la peculiar fisonomía que hoy conserva, pese a los estragos sufridos.

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