Opinión

Efectos nocivos y colaterales del conflicto catalán sobre la sociedad española

Al margen del desafío al Estado de Derecho y a la norma suprema que rige la convivencia de los españoles; aparte del victimismo y de la acusación a España de que roba a Cataluña, al margen de los falsos agravios que han calado en una parte de las personas que tienen vecindad civil y domicilio en aquella comunidad (me resisto cada vez más a hablar de los “catalanes”, cuando algunos andaluces y murcianos militan en la vanguardia del independentismo, repetido fenómeno que hace más radical al converso que al vernáculo), además de todo eso, desde mi punto de vista, el caso catalán ha generado en la sociedad española, especialmente en algunos analistas, un efecto especialmente preocupante y desolador.
Es una especie de síndrome de Estocolmo paisano, que hace que algunos asuman los postulados en que se fundamentan los cesionistas para concluir que la Constitución debe ser orillada, que el Estado debe renunciar a ejercer su presencia en una parte del territorio nacional, y que lo que opinan dos millones de españoles (sin contar a los extranjeros o a los que legalmente todavía no tiene edad para ejercer el derecho de sufragio) ha de imponerse a lo que podamos opinar los otros 43 millones de ciudadanos.
Es más, parece que en algunos emerge una especie de complejo como si el llamado “hecho diferencial catalán” fuera una cosa prodigiosa diferente del hecho diferencial murciano, asturiano o de la Almunia de Doña Godina. Estos acomplejados aceptan mansamente que ellos forman parte de un mundo distinto, y que hemos de plegarnos a las invocaciones pseudohistóricas de la Cataluña milenaria, borrando de un plumazo los mil años anteriores y aún la propia realidad posterior hasta la aparición del movimiento nacionalista contemporáneo a partir del siglo XIX.
Nunca nadie, en la reciente historia de España se había rendido de forma tan incondicional ante el “problema catalán” con el que, como sabiamente definió Ortega, hemos de acostumbrarnos a convivir y  su periódica eclosión.
Conviene recordar quién es quién en esta historia y su origen reciente. La reforma del Estatuto no era una prioridad de los catalanes, cuando gracias a la dejadez de Zapatero, el sector más radical del nacionalismo desempolvó el asunto y se sintió estimulado cuando el ex presidente del Gobierno dijo aquello de que “manden lo que sea, que Madrid lo aprobará”. Y lo mandaron, y el asunto corrió la suerte que merecía, al ser bloqueado por el Tribunal Constitucional, que no podía hacer otra cosa, luego de que le PSOE intentara salvar la cara en el Congreso.
Y desde ese momento, ante el agravio de Madrid comenzó a cocerse a fuego lento la pieza que desemboca en el 9-N. Pero si Zapatero (para asombro de los siglos es ahora un consejero de Estado por pura rutina administrativa) es el responsable inicial por acción disparatada, Rajoy lo es por omisión, pues hace tiempo que debería haberse intervenido con los instrumentos legales a su alcance para evitar que se haya llegado al punto donde estamos, es decir, un peligroso limbo, una situación de “impasse”, donde vemos que ni los mossos d´escuadra hacen caso del fiscal, ni se aplica el Código Penal ante el desafío de Mas, de suerte que, como decía un conocido comentarista hace unos días –muy celebrado por los nacionalistas- “El estado ha dejado de existir en Cataluña”. Es un decir, porque el Estado sigue pagando la nómina de los mossos rebeldes.
Así que mientras Cataluña se convierte en “territorio exento”, no es de extrañar que a tantos les parezca bien que los de allí hagan lo que les parezca, y que los demás –que respetamos la Ley- hemos de aceptar que este deber sólo nos concierne a quienes tenemos domicilio civil en otras comunidades, pero no en Cataluña.
Y eso sí que es grave. Es el final del concepto de España como nación, el suicido de una sociedad cobarde que claudica ante la algarada organizada de unos pocos. Y no de todos los catalanes, por cierto.
Y como con Cataluña se deja hacer, otros ya se ponen a la cola y anuncian –aunque no fuera necesaria la advertencia- de que seguirán por el mismo camino. ¿Qué se esperaba? Es lo más lógico del mundo. Así que vayamos preparándonos.

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