Opinión

La hora de la política

A uno y otro lado de la línea de la moderación y el acuerdo se sitúan aquellos que quieren que el 9-N sea un punto de inflexión sobre la cuestión catalana. Para los independentistas, ocurra lo que ocurra mañana, haya la participación que haya, o los incidentes que no tendrían por qué  producirse, los catalanes que voten se habrán manifestado mayoritariamente por la independencia a pesar de que el proceso participativo no es ni una consulta, ni una macroencuesta, y mucho menos un referéndum como el que planteó Artur Mas inicialmente. Y lejos de sacar las mismas conclusiones políticas que con otras manifestaciones multitudinarias con motivo de la Diada, los independentistas darán validez política a lo que en los últimos días han venido negando que existiera y con el resultado de las urnas de cartón tratarán de presentarse ante la comunidad internacional como un pueblo que ha votado en libertad por su independencia, con plena legitimidad. Pero haciendo caso omiso de la legalidad. . 
En el otro lado habrá quienes consideren que el Gobierno se ha arrugado, que le ha proporcionado un puente de plata al presidente de la Generalitat, Artur “el Astuto”, para que salve la cara, para que pueda decir que ha cumplido su compromiso de sacar las urnas a la calle, en lugar de haber hecho caer sobre él la ley con toda la contundencia, haberle obligado a acatar las sentencias del Tribunal Constitucional, incluso llevar al juzgado su desacato, y en último extremo haber aplicado la suspensión de la autonomía por el desafío.  
Y es cierto, el Gobierno le ha proporcionado a Artur Mas la última oportunidad para que el 9-N quede como lo que es, una manifestación de protesta. Pero el presidente de la Generalitat se encuentra rodeado por todas partes. En primer lugar por los suyos, por su propio partido que le exigía que el Govern liderara el proceso participativo; por supuesto, por ERC que insiste en afirmar  que “la independencia es innegociable porque sus líderes  consideran que se encuentran ante una oportunidad histórica que tardará en repetirse, y por los movimientos populares, que no se resignan a la frustración de sentirse burlados, porque votarán, sí, y se expresarán “sin miedo” como en otras ocasiones que se han manifestado, pero no como les habían engatusado. 
Porque Artur Mas ha demostrado su astucia, pero no para engañar al Gobierno de la nación, sino para que los independentistas catalanes hayan aceptado, sin rechistar casi, participar en el simulacro de referéndum, primero, y luego para dejar en sus manos la culminación del evento, con lo que han terminado por aceptar la devaluación de la consulta, mientras el Gobierno hace la vista gorda a todo lo que ha pasado hasta este momento.  
El escenario al que están abocados los catalanes a partir del lunes está previsto también en la hoja de ruta del independentismo, las elecciones plebiscitarias. Pero entretanto habrá que volver a la política a muchas bandas, porque nada garantiza a Artur Mas que vaya a encabezar una lista de “país”, y porque el diálogo no se puede dirigir a convocar otro referéndum, ahora legal,  que cuestione el ámbito de la soberanía nacional, sino que debe servir para encauzar o conllevar un problema que no pasa por la secesión sino por las reformas necesarias para encauzar la cuestión catalana. Y sobre las que La Moncloa debe tomar la iniciativa.  

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