Opinión

España-Turquía

La declaración conjunta al término de la visita de Mariano Rajoy a Turquía al frente de un grupo de ministros ha recogido una mención a la Alianza de Civilizaciones que alentaron el primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan y el expresidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, en 2014. Desde aquel momento el Partido Popular hizo de esta iniciativa, reconocida por la ONU, que tiene incluso en el expresidente portugués Jorge Sampaio su Alto Representante para esta iniciativa, uno de sus pim, pam, pum preferidos contra el Gobierno socialista.

Pero como no es lo mismo criticar en la oposición que gestionar el Gobierno, en la reunión de la Asamblea General de la ONU del pasado otoño Rajoy se destacó como un ferviente defensor de la Alianza de Civilizaciones. Pero el suyo no deja de ser un ejercicio retórico dado que los fondos destinados a esta iniciativa se recortan año tras año y promueve escasamente medidas que contribuyan a su desarrollo a pesar del reconocimiento de que se trata de un mecanismo que debe servir “para contrarrestar la tendencia al conflicto y la polarización entre las diversas culturas y religiones, así como para combatir la xenofobia y la islamofobia”.

Nuestro país que ha ido perdiendo pie en el concierto internacional e influencia en zonas geoestratégicas de gran relevancia para los intereses nacionales y en el que solo las multinacionales españolas ayudan a mejorar la “Marca España” –salvo problemas coyunturales- parece renunciar a utilizar uno de sus grandes activos, la tolerancia y la inexistencia de conflictos graves de islamofobia, como ocurre en otros países europeos. Con un tres por ciento de la población practicante de la religión musulmana, los mayores problemas proceden del control de los islamistas radicales y yihadistas por las fuerzas de seguridad y los servicios de inteligencia que se han especializado en este tipo de terrorismo.

Rajoy mantiene además la política exterior tradicional española con respecto a Turquía y es uno de los países europeos que apoya sin reservas la incorporación del que sería el primer país islámico a la Unión Europea. Es un apoyo que no solo sale gratis sino que favorece las relaciones comerciales, que es lo que parece interesarle en exclusiva al Ejecutivo, puesto que las conversaciones para su integración han estado suspendidas durante los últimos años y solamente en noviembre del pasado año se han recuperado, aunque el proceso está lejísimos de concluirse.

Tampoco el momento que atraviesa Turquía es el mejor, con una corrupción galopante que se ha llevado ya por delante a una decena de ministros del Gobierno de Erdogan, con restricciones a las libertades de expresión e información y sin que se concreten los avances en las relaciones con los ‘turcos de la montaña’, los kurdos, que piden mayores cotas de autogobierno y de reconocimiento.

Entretanto empresas españolas han cumplido con importantes contratos en Turquía como el caso del túnel ferroviario bajó el Bósforo y la construcción de una línea del metro de Ankara y que pueden servir se escaparate para que se hagan con la licitación de otras obras de grandes infraestructuras que el país está a punto de abordar.

Pero en este ambiente de contactos económicos a la delegación española le faltaron reflejos para impedir que el presidente del Gobierno participara en un mitin del partido de Erdogan. El deseo de agradar a los anfitriones debe tener un límite y sobre todo cuando se trata de actos partidistas que pueden interpretarse como un apoyo a determinadas políticas que levantarían ronchas en España.

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