Opinión

Cuarenta años, un día y toda una vida después

Si Mariano Rajoy cree que por haber superado una moción de censura tan chapuceramente planteada como la de Podemos ya ha logrado dar la sensación de que todo está consolidado y bien consolidado, atado y bien atado, me parece que se equivoca de medio a medio.
Ya he dicho alguna vez que el martes 13 perdió la oportunidad de ser el nuevo Adolfo Suárez, inaugurando la segunda transición, que él rechaza frontalmente: me consta, porque me lo ha demostrado personalmente, la propia expresión, `segunda transición`, le fastidia en su propia enumeración. Así que nada que hacer: Rajoy no será el nuevo Suárez, aunque, como no tiene por ahora quien le haga sombra, y como, todo considerado, no está tan mal lo que hace, pues ahí seguirá, taponando cambios, reformas y afanes regeneracionistas.
Lo digo hoy, cuando han pasado cuarenta años y un día desde aquellas primeras elecciones democráticas desde la República, y cuando ya estaba muerta, con Franco, la dictadura franquista. Cómo olvidar que, junto con algunos otros entonces muy jóvenes periodistas, celebramos, aquel 16 de junio de 1977, la llegada del 'cambio'. Porque la Unión de Centro Democrático suarista, que había ganado las elecciones el día anterior, ya significaba un avance democrático sustancial con respecto al partido único, el Movimiento, y las asociaciones, nada democráticas, del franquismo. Sabíamos, aquel 16 de junio, que se inauguraba algo nuevo, muy nuevo: unas Cortes que iban a ser, de hecho aunque no nominalmente, constituyentes, y una era de libertades. Y, en general, una nueva España, faltaría más.
Algo deberíamos todos aprender de entonces. Primero, porque el partido vencedor, UCD, había sido aglutinado (desde el poder, es verdad) apenas unos meses antes, cuando también había sido legalizado el Partido Comunista de Santiago Carrillo; segundo, porque el partido que era la principal alternativa a la gobernante UCD, el histórico PSOE, se había reconvertido sustancialmente apenas dos años antes.
Tercero, porque el PCE renunciaba a sus postulados 'de máximos', con el realismo que siempre caracterizó a Carrillo. Cuarto, porque los nacionalismos se integraban en el sistema territorial incipiente, tras la dura represión a sus aspiraciones durante cuatro décadas. Quinto, porque España se integraba, todos lo sabíamos, en unas estructuras europeas que nos habían estado vedadas porque nuestro país nada tenía que ver con las democracias de la entonces Comunidad Económica Europea. Y sexto, claro, porque el franquismo, al que Fraga quiso dar una mano de pintura, se hundió. Para siempre.
Algo iba a pasar, y lo sabíamos esos periodistas jóvenes que, a finales de junio, recorríamos los pasillos del Congreso, viendo a Dolores Ibarruri, Pasionaria, y al poeta Rafael Alberti instalados en la mesa de edad de la Cámara Baja. Algunos de mis compañeros de aquellos días inolvidables ya han muerto, y recuerdo con especial emoción a Susana Olmo, de Colpisa, entre otros. Ninguno de los diputados que entonces ocuparon los escaños está ya en activo, y yo diría que una mayoría ya han fallecido: ocuparon honrosamente su parcela de Historia. Muy pocos de los informadores que por allí andábamos estamos aún en activo, constatando que las cosas han cambiado mucho, pero no tanto como para no saber que tantas cosas deben seguir cambiando tanto.
Lástima que Mariano Rajoy, que entonces preparaba sus oposiciones a registrador de la propiedad, y que las aprobó brillantemente un año después; que Puigdemont, que, casi adolescente, comenzaba a escribir crónicas de fútbol para un diario gerundense fundado por el Movimiento; que Pedro Sánchez, apenas un niño; que Albert Rivera, que no había nacido, y Pablo Iglesias, que tampoco, no perciban en toda su crudeza cuánto es de necesario un nuevo período consensuado que nos dure otros cuarenta años de tranquilidad, sosiego y prosperidad.
Comprobamos todos en el pasado debate del martes 13 sobre la moción de censura contra Rajoy, presentada por Podemos, hasta qué punto las dos Españas, que hace cuatro décadas se difuminaron, han actualizado sus pinturas de guerra. Nos hacen falta, ay, Adolfo Suárez, y aquel -aquel, no este_ Felipe González, y Carrillo, y Martín Villa, y Landelino Lavilla, y Miguel Herrero de Miñón, y Solé Tura, y Alfonso Guerra, y Miquel Roca, y Tarradellas, y Juan Ajuriaguerra -bueno, al menos tenemos a Urkullu--, y Marcelino Camacho, y Nicolás Redondo, y José María Cuevas y... ¿sigo?
No, no me llame usted nostálgico, ni abuelo Cebolleta. Todo lo contrario: al evocar esos nombres, estoy pensando en el futuro. Un futuro que tenemos que trasladar a este presente tan cainita, tan de andar por casa, tan ramplón. Tan, cómo siento decirlo, mediocre. Fin de la nostalgia, si la hubiere.

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