Opinión

La vida, esa pasión inútil

Con la vida sucede como con el señor Luis de Guindos, al que el otro día entrevistó Carlos Alsina en su programa matinal. Con él hay que estar muy atentos porque, en algún momento, puede decir algo que se le entienda y conviene apercibirse de ello e, incluso, de ser posible, disfrutarlo. Con la vida sucede exactamente igual. Es difícil entenderla. El ser humano lleva milenios sobre la Tierra, disfrutando de ella, sufriendo a cuenta de ella, mientras se formula las mismas preguntas que sabe que nunca encontrarán respuestas; a saber: quiénes somos, de dónde venimos, a dónde coño vamos.
¿Qué es, entonces, lo que nos mantiene en vilo? Es de suponer que sea el hecho de que, de repente, el aleteo de un pájaro diminuto, cuando no el simple zumbido de una abeja, la belleza de una puesta de sol sobre la superficie del mar y la suavidad de la brisa que suele acompañarla, cualquier circunstancia así que nos sea posible contemplar mientras sucede en el momento justo, la yema de unos dedos que acaricien con suavidad el dorso de nuestra mano, la risa de un niño, el gol de Zarra en Maracaná, la contemplación de la luz que se posa en el asiento de una silla de paja pintada por Van Gogh, en el más extremado de los casos, cosas así, tan elementales como necesarias, nos ponen alerta y, en ese preciso momento de percepción extremada y única, excepcional, nos permiten encontrarle un sentido a la existencia, a la vida. 
Reconozco que no es mucho, también que es muy breve, pero no me negarán que suele ser algo tan intenso que su recuerdo puede anidar en nosotros durante años e incluso todo a lo largo de la vida. 
Al menos sucede así, es así, para las gentes sencillas. Existen otras, algo más complicadas que nosotros, a las que esos momentos se los depara la resolución de una fórmula química o matemática, el descubrimiento de una galaxia o una larga y armoniosa frase musical surgida del cerebro de Mozart para que siguiese recorriendo el espacio a lo largo de los siglos, elevándonos a estados de armonía interior que de otro modo no nos serían accesibles. 
Conviene, pues, estar atentos a la vida por si en algún momento decide hacerse entender diciéndonos algo que le de un sentido a lo que habitualmente no lo tiene. 
La vida es una pasión inútil cuya única redención estribe, acaso, en vivirla apasionadamente cargando con la mayor intensidad posible cada uno de sus significantes; es decir, llenándola de poesía pues qué otra cosa es ella, la poesía, si no eso exactamente: la breve e intensa iluminación del caos, la redención fugaz de la angustia y el vacío.
Estas disquisiciones, o estas vaguedades, al fin y al cabo tan solo palabras en el aire, por las que ni siquiera me disculpo, surgen de una efemérides personal que celebramos hoy, yo y mis más próximos allegados, en razón de que hace dos años este escribidor bisemanal de ustedes, lectores que son de La Región, estaba a punto de entrar en un coma inducido al que lo sometieron los médicos de Complejo Hospitalario Universitario de Santiago, del CHUS, llevados de la que a mi se me antoja muy higiénica intención de salvarme la vida, esa misma de la que les decía que se trata de una pasión inútil que conviene vivir apasionadamente.
No sé si para celebrar el aniversario de esta entrada en esa otra dimensión vital que es el estado de coma o para hacerlo con la todavía reciente de mi septuagésimo primer cumpleaños de vida, un buen amigo me regaló ayer un libro en el que se nos cuenta lo que su autor recuerda acerca del estado de coma en el que permaneció durante algunos días más que yo… lo que no quiere decir que los pasados por mi hayan resultado insuficientes -chegaronme ben, asegurollo- y las conclusiones que tal experiencia le ha deparado a él.
¿Quién es él? Pues se trata de un profesor de yoga de aspecto parecido al de ese levantino que tanto aparece estos días en las pantallas de la televisión, haciendo reverencias con las manos juntas, por haber levantado, por haber tirado de un extremo de la manta que cubría la hasta entonces oculta trama del, al fin y a la postre, levantisco proceder de las autoridades políticas del oriente español que está induciendo otro coma más en nuestro deteriorado cuerpo político nacional; es decir, en algo que, fíjense, debemos vivir lo más desapasionadamente posible. La vida, ya se lo dije, no siempre es fácil de entender.
Llegado aquí, hasta la coda final de está página y de estas horas ocupadas en darle un xeito, que no les provoque un coma a todos ustedes, debe de ser llegado el momento –cortesía obliga- de decir que el autor del texto se llama Ramiro Calle y su libro se titula “Lo que aprendí en cincuenta años”. Yo me lo leí ayer.
Yo me lo leí ayer y bien cierto es que cada un fala da feira según lle vaia nela porque soy de los que no me vi desde fuera de mi cuerpo, observándolo desde una altura en la que yo flotaba, balanceándome ingrávido, desposeído de mi voluntad mientras iba de camino de una lucecita blanca que titilaba al final de un oscuro túnel en el que estuviese esperándome para conducirme a no sé qué dimensión o extraño mundo. Mi experiencia del coma no es la misma que la de Don Ramiro pero admitamos que eso no le quita ninguna veracidad a la experiencia que él nos narra.
Algún día igual me animo y voy yo y se la cuento. ¿Se acuerdan ustedes de aquella leyenda juvenil que decía que, en los colegios, a los muchachos nos echaban bromuro en las comidas a fin de reprimir nuestras más elementales apetencias carnales? Pues era verdad. A mí está empezando hacerme efecto. Lo mismo puede que suceda con la medicación que me dieron, la misma que al parecer le dan a los loquitos, para que se olviden de los delirios vividos en el coma, solo que al revés y algún día deje de hacerme efecto y los recuerde. Entonces se los contaré. Mientras tanto, contentémonos con vivir la vida, ya saben, esta pasión inútil, los más apasionadamente que podamos. Suerte en ello.

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