Opinión

La piel de Otegi, Eguiguren y Évole

Primero, hagamos un inútil, gratuito, ingenuo e innecesario alarde de sinceridad: cuando oigo hablar en euskera no entiendo absolutamente nada. Segundo, hagamos otro alarde, más gratuito todavía: cuando oigo hablar a un vasco en castellano no puedo evitar la asociación con aquellos ejercicios espirituales de antaño, generalmente dirigidos por curas de boina negra y voz tonante, cuando no sinuosa y arrastrada, capaces de conducirte a la contemplación de todos los tormentos del infierno.
Si he de seguir con el tono coloquial, afectivo e íntimo con el que suelo emplearme en estas páginas, añadiré que a mi, junto a mis compañeros del instituto del Posío, los ejercicios espirituales de antaño nos los aplicaba el finado del Padre Silva. Lo hacía en las dosis que consideraba convenientes; por eso siempre resultaron algo circenses en exceso, con crucifixiones consistentes en colgar a futuros arquitectos por sus muñecas y canillas, atadas a los maderos de un pino recién cortado por la tarde, y cosas así, con lo que también íbamos tan servidos como si el cura fuese jesuita y vasco. Así salimos. El cura Silva procedía de Comillas. O eso afirmaba satisfecho.
Hablábamos de vascos y de curas y de la extraña asociación de ideas que hablar de ellos, de ambos, siempre me suscita. Pienso, al menos lo hago en ocasiones, que alguna razón habrá para que los tres territorios europeos en donde el terrorismo haya plantado sus reales con mayor eficacia e intensidad hayan sido Irlanda, Euskadi y Córcega. Los tres piases son de un catolicismo acrisolado, se diría que esencial y puro, con la dureza propia del diamante y no sé si también con su fragilidad extrema. Eso habrá que preguntárselo a ellos.
Sigamos con ellos, con los vascos, pues con vascos navegué en el “Monte Altube”, antiguo correo a las Américas, ex “Altube Mendi”, buque hospital durante la civil contienda, en el que no sé cuál de los bandos, pero uno de los dos en liza, subió a bordo, estando atracado en el puerto de Bilbao, para hacer una escabechina que todavía hay quien la recuerda. 
Cuando yo navegué en él “Monte Altube” toda la oficialidad era vasca de modo que, durante el poco tiempo que duré a bordo, todos los días, pude escuchar la misma cantinela: “Oie, cho, que hases tu aquí de ofisial, si los gallegos todos marmitones y mosos de cubierta, pues”. Duré poco, como les digo. Luego hice la mili con vascos y fueron tan buenos conmigo que me llevaban de vinos con ellos, en la cuadrilla, por los bares de un Ferrol que todavía era de Su Excelencia.
Quizá por eso, aunque lo dudo, cuando algunos presos vascos abandonaban la prisión de A Parda, dormían en mi casa pontevedresa su primera noche de libertad; antes, ya lo habían hecho sus novias o compañeras. Tal es mi bagaje, si puedo llamarle así, de conocimiento de una realidad que siempre me resultó extraña, excepto en aquellos años casi juveniles de la lucha antifranquista y clandestina que tanto unió a unos y a otros en convivencias que después nunca habrían sido repetidas. 
Las bombas y las masacres, los tiros en la nunca, la creencia en que se puede morir por una idea pero no matar por ella, la convicción de que, como Castellio le indicó a Calvino, matar un hombre es matar, ayudan a estos cambios de opinión en gentes como yo que estamos hechos no de una sola pieza, no de una sola idea, sino de varias y susceptibles de cambiar según soplen los vientos de la historia y alienten los espíritus de quienes en cada momento la estén haciendo, para apoyarlos unas veces o para combatirlos en otras ocasiones.
Con tal estado de ánimo y conocimiento de una realidad tan ajena como la dibujo contemplé en la pantalla del televisor la entrevista que Jordi Évole, en tiempos conocido como El Follonero, le hizo el otro día a Arnaldo Otegi. A aquel ya le había visto en varias entrevistas –la última al presidente del gobierno en funciones no me había gustado nada- pero a Otegi nunca lo había escuchado razonar ni hablar tanto tiempo seguido. Quizá porque, de un modo inconsciente, eludiese hacerlo. Me causaba intranquilidad su aspecto aniñado y blando; también su sonrisa que siempre se me antojó algo atravesada, cuando no meliflua; en fin, que diciendo lo que llevo hasta aquí dicho no creo que haga falta explicar cuál era mi ánimo cuando comenzó la entrevista.
Ese ánimo duró digamos que durante el primer tercio de toda ella porque, después y poco a poco, me fue siendo posible intuir, siquiera someramente, la tragedia que todavía agita y seguirá agitando una sociedad como la vasca y, por consiguiente, la propia y personal de alguien lúcido y consciente que quiere hacer las cosas en las que cree de un modo pacifico y en paz con el mismo derecho que otros quieren hacer exactamente las contrarias. ¿O es que es menor su derecho que “los de Madrid” a pensar y a sentir como le de la gana?
No quisiera estar en la piel de Otegi, tampoco en la del socialista Jesús Eguiguren, incluso en la del propio Jordi Évole, gente amiga de pensar haciéndolo en medio de un territorio mucho más adicto al sentir que al razonar. Menuda pinza la que me da en la espina que deben estar cogidos.
El himno nacional corso es una salve a la virgen que contiene una estrofa en la que, si lo recuerdo bien, se le pide a la madre de dios, que les proporcione a ellos, a los corsos de verdad, a los buenos y generosos, el honor y la gloria, mientras que a los demás, a los resentidos, crueles y violentos, les reserve la sangre y el dolor; todo muy ecuánime y racional, como fácilmente se deduce.
Ser amigo de razonar, de la utilización del pensar y serlo en medio de aquellos que fueron educados en la preponderancia del sentimiento por encima de cualquier otra cosa, iguala a quienes les aparca el coche su ángel de la guarda, o de quienes contemplan complacidos cómo lo hace, con aquellos otros que surgieron de los seminarios para alentar un sentimiento de independencia tan legítimo y posible como el de los que mantienen a toda costa el sentido de unidad ajenos a cualquier otro modo de entenderla que no sea la del estado único y centralizado.
Ojalá Otegi no pague más de lo que ya lleva pagado y a Eguiguren le levanten la hipoteca que de momento ha firmado de por vida. Pero me temo que ambas deudas no generen intereses, ni anulen los números rojos que ambas realidades les tienen anotados. Es servidumbre propia de los hombres de frontera. La Historia la escriben los vencedores a despecho de la realidad que la engendra.

Te puede interesar