Opinión

Navegando con los viejos amigos

Quienes empezamos el bachillerato en el Instituto del Posío, entonces tan solemne como una Facultad, allá por el lejano año de 1955, en el pasado siglo, y lo hicimos con nuestros diez añitos recientemente bien cumplidos, hacemos ahora memoria de ello y la hacemos de vez en cuando. Este año también. 
Otra vez más yo no he podido asistir a celebración tamaña y anual, bien que lo siento. La vida del escritor no es tan sedentaria como siempre se da a entender, ni mucho menos; de hecho, he viajado más, mucho más, como escritor de lo que lo he hecho siendo marino; lo que ya es decir… y de aclarar que, aquello, lo vengo siendo de toda la vida y esto tan solo unos pocos pero hermosos e intensos años de ella.
Ahora, esa maravilla del WhatsApp, me trae las imágenes de mis ya viejos compañeros al tiempo que lo hace de las de nuestra infancia compartida y de las de los inicios en una adolescencia que entonces era algo más complicada de lo que, de modo más que afortunado, lo es ahora. Y a impulsos de ellas surgen los nombres de antaño con la fuerza de la evocación y los afectos. Incluso con la vehemencia que impulsan los rencores arduamente guardados y no siempre escondidos, esa fuerza terrible y destructora, abominable.
De los que fuimos chiquillos en aquellos años aurorales no sobrevivimos todos. De Luciano Fariña, por ejemplo, que presidió durante años el Consello de Contas de Galicia, tenemos ya guardada su memoria. También la de Enrique Destar, que fue cuñado de Carlos Casares y vivió en el País Vasco durante los años de mayor oprobio e ignominia. O la de Jambrina Valeiras, que fue un alto oficial de la Armada Española. También la de Ladrón de Guevara, que se peinaba como Carlos Gardel aunque no recuerdo que cantase tangos. O la de Luis Olivares Chao, que se fue de un modo inesperado, diríase que subrepticio y cruel, doloroso.
Fui amigo de todos ellos. También de otros que se fueron y que a ustedes probablemente no les digan nada, pero que recorrieron la calle del Paseo, vuelta para aquí, vuelta para allá, una y mil veces, esperando tropezar de vez en cuando con una sonrisa amable e ilusionada. Entonces, era poco más era lo que se podía esperar de una muchacha en ciernes, de una mujer en formación, que esas eran nuestras compañeras pastoreadas por Mercedes, a quien llamábamos Pirula. Llevaba a cabo su labor en el piso superior del Instituto durante las mismas horas de recreo y para desesperación de muchos de nosotros. Dios la tenga de su mano.
Gracias a eso del WhatsApp recupero la memoria del nombre de Aurelio Gálvez Prieto, a quien tanto gustaban los caramelos mentolados, marca Darlings, que comprábamos en una dulcería entonces existente entre Foto Villar y la Farmacia Fábrega, justo enfrente del extinto cine Losada. Sé ahora que fue aparejador y jefe de bomberos. No sé qué habrá sido de él. Espero que no se haya fotografiado en ningún almanaque ad hoc, al menos sí lo recuerdo como era entonces, más bien tirando a gordito; si me autorizan a no enturbiar la imagen que de él guardo, pues así era; rechoncho y algo jaranero.
Regresan viejos nombres por los que me preguntaba hacía ya años. No sé qué será de Polito, conspicuo imitador del canto del pavo real en época de celo; pero sé que Canaval, que era del Puente, corría en los rallyes o que Amancio, coronel de la Guardia Civil, lo daría todo por la patria… como entonces ya lo daba. De entre nosotros salieron senadores, filósofos, políticos y militares, médicos de esto y de lo otro, cirujanos plásticos, catedráticos y un sinfín de profesiones que harían onerosa la lectura. Recuerdo a muchos y olvidé a otros tantos. 
Souto Vilas me hizo repetir un curso –entré en su aula haciendo resonar los tapas de mis zapatos recién claveteadas como si fueran los compases de una caballería rusticana- y al él no le debió de parecer nada oportuno; así que erre de rebelde, flechita descendiente y te quedas otro año; supongo que por solidaridad se adhirieron otros cuatro profesores a finales de aquel cuarto de bachillerato en el que me revelé como un aceptable corredor de 400 metros lisos. Repetí un curso e hice nuevos amigos entre los nuevos compañeros de forma que ahora mezclo a Fariña con Casalderrey y a unos con otros, a Mozo con Balbuena, a este con aquel. Por eso recuerdo a tantos y olvido con facilidad idéntica. La memoria siempre fue selectiva, no veo por qué no habría de serlo la mía.
Permítanme entonces que haga uso de este privilegio que es escribir en La Region para evocarlos a todos ellos desde aquí y enviarles un abrazo emocionado. De una forma u otra todos están en mi memoria y forman parte de ese imaginario sin el que un escritor no puede serlo. Los veo ahora, convertidos en abuelos venerables, ancianos ya algunos de ellos, y se me expande el corazón, una veces, para encogérseme en otras tantas ocasiones, pero siempre es el corazón el que responde a la evocación de aquellos años. Ellos, sus veras efigies actuales, constituyen la imagen de la vida que pasó y se nos está ya yendo. 
Somos así. Crecimos en un mundo que ayudamos a cambiar –para bien y para no tan bien- de un modo en el que nadie hubiera soñado a lo largo de los miles de años anteriores. Ahora abocamos la recta final y aun sonreímos al vernos los unos a los otros y reconocernos en nuestras caras actuales. Nos unen el tiempo compartido y la historia comúnmente vivida. Pero no somos náufragos. No somos náufragos. Y navegamos. Seguimos haciéndolo. Buen viento a todos, compañeros.
 

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