Opinión

"Os monicacos dos monicaquiños"

La invasión de la televisión en nuestras vidas adolescentes fue como se afirma que se produjo la de los bárbaros en el Imperio Romano; es decir, de los extranjeros, pues es conveniente recordar que bárbaro significa preciosamente eso: extranjero, no solo bruto incontenible que es en lo que ha venido derivando. ¿Y como fue esa invasión?
Fue como la determinada como insidiosa y tan propia de algunas enfermedades de gestación lenta que, cuando se manifiestan, ya no son latentes sino explosivas y de muy difícil contención. Estamos hablando del cáncer, de la esclerosis lateral amiotrófica y de tantas otras que suelen ser incontenibles, imparables, letales por lo tanto. 
Algunos afirman, lo ha hecho un líder islamita radical hace poco, que así se está produciendo la invasión del Islam en nuestra sociedad europea en razón del número de esposas y de hijos que tienen los musulmanes y de lo reducido de las aspiraciones que demostramos tener los europeos en ambos sentidos, Pero ese es otro tema, hoy queríamos hablar, ya que no de cómo fue la invasión de la televisión durante nuestra adolescencia, sí de cómo la vivimos en aquellos años de finales de los cincuenta o de comienzos de los sesenta.
A mí ya me pilló en Pontevedra. En Ourense supe de ella por Vicente Risco y por mi abuela; por esa abuela de la que ya llevo unas semanas sin comentarles a ustedes nada acerca de ella. Lo haré ahora. Ella, mi abuela, se había ido a vivir una temporada a Segovia, en casa de una de sus hijas cuyo marido desempeñaba un cargo político en aquella ciudad y necesitaba de esa mano materna que la ayudase en el gobierno de la casa y en el cuidado de la prole. No sé, al menos no lo recuerdo, si entonces, en Segovia, tenían ya televisión pero sí que ya la había en Madrid a dónde iban con frecuencia y allí la veían con facilidad ya que no extrema sí frecuente.
Las primeras noticias se las debo a mi abuela, también las primeras de la utilización del butano en la cocina sustituyendo a aquellas de hierro que se llamaban bilbaínas. Una vez Pérez Rumbao, que era primo carnal suyo, tuvo que retirarle una al día siguiente de habérsela instalado pues no durmió en toda la noche ante el temor de que pudiese explotar por lo que decidió que mejor sería que fuese eléctrica, y dicho y hecho. Mi abuela siempre fue de cocinas tomar. Cuando se hizo con un televisor, supongo que por la misma vía que con la cocina, yo ya no vivía en Ourense. Vivía en Pontevedra. Pero conservaba lo que ella me había contado de cómo era la televisión y seguía leyendo a Risco con fruición a través de este periódico y no solo de los libros que editaba.
En uno de aquellos artículos, creo recordar que en uno que después fue incluido en el “Libro de las horas” que Risco habría de editar en Gráficas Tanco, en 1961, se hablaba de los “monicacos” que la poblaban puesto que, en alguna medida, todos los humanos lo somos y humanos son los que la pantalla nos ofrece en sus diarias aportaciones. Pero Don Vicente ampliaba la nómina al temerse, o eso creo recordar, que los que aparecían en las pantallas fuesen ya “os monicacos dos monicaquiños”. Incluso, si me apuran, podría llegar a recordar que también se refirió a los “monicacos dos monicaquiños dos outros monicaquiños” con lo que la nómina se aproximaría mucho más a la deformación de la realidad que hoy se nos ofrece, no quiero decir que para que nos creamos que la toda la realidad sea totalmente así, pero sí al menos que, esa parte de la realidad así presentada, sí es así y que así debemos de aceptarla. Risco como en tantas otras oportunidades fue ya que no un precursor si un adelantado a su tiempo. En otras, quizá para compensar, fue un retrogrado de los entonces denominados de “sete estalos”. Sin embargo ese es otro tema. Hoy no toca.
¿Y en dónde están hoy esos monicacos dos monicacos dos monicaquiños? ¡Ay, amigos míos y quizá por ello mis lectores! Están en esos programas de la tarde y en los nocturnos y todos mayormente de ese canal que al parecer concita todas las audiencias y se llama Tele 5. En estos días de la pasada Semana Santa, transcurridos en la paz que les comenté el pasado jueves, pude contemplar ese coro de lurpias que despejan a todo quisque por la tarde, o incluso se despellejan entre ellas mismas, sentaditas que están en sus asientos, como antaño se sentaban las viejas en sus banquitos, a las puertas de sus casas, en los pueblos castellanos, una vez llegada la hora de la fresca, secundadas ahora en no pocos y significados casos de varones de no muy dudosa reputación. Considerado sea el término en semejante acepción que la que aquel ilustre caballero utilizó cuando intentó introducir en el Liceo a unas damas ejercientes en la muy ourensana Rúa do Vilar: ¿De dudosa reputación? dijo en respuesta a la advertencia del conserje que les impedía la entrada aludiendo a esa condición. A lo que el acompañante de las damas respondió afirmando, acto seguido, que de dudosa reputación serían las que estaban dentro pues estaba clarisimo que sus acompañantes eran putas. Pues así el varonil comportamiento de los más aquí aducidos. Varones, todos ellos, pero no todos fanáticos de la virilidad vulgarmente entendida sin sublimación alguna. 
Sin embargo no son estos los monicacos más monicacos a los que Risco aludiría. Al fin y al cabo la vida también es así en alguna medida. Quienes ya sí lo son más, son los miembros y actuantes de ese jurado que busca talentos en un programa lleno de bocas abiertas por el asombro fingido, la sorpresa que no puede serlo en tal medida o el descubrimiento de lo que no estaba oculto.
 La vida no es así. Nadie abre la boca como un tonto a instancias el director del programa. Nadie gesticula tanto, nadie se revuelca con tal ímpetu por encima de la mesa, se bate la mandíbula o se enjuga la lágrima traidora a consecuencia de la ternura que lo invade como hacen ese hatajo de zangolotinos empolvados, desmedidos histriónicos sobreactuados, que ocupan la pantalla por las noches incitándonos a comportamientos y consideraciones que los monicacos contemplativos empezamos a hacer nuestras en medida tan desproporcionada que la realidad, el lenguaje gestual y nuestras propias actitudes están cambiado se pudiera decir que más de lo debido. Una vez más la naturaleza imita al arte. Acabaremos por ser monigotes de los monigotitos de la tele, monigotes de nosotros mismos. Monigotes.

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