Opinión

Mi desahogo de hoy

Quienes escribimos en los periódicos solemos ser gentes variopintas sobre las que ya es inútil comenzar su clasificación con el viejo recurso de considerar una nómina, acaso romántica en exceso, compuesta por profesionales dipsómanos, nicotinizados y noctámbulos. Una nómina de individuos poseídos por una extraña fiebre que ríanse ustedes de la del heno. Una tribu atrabiliaria, sostenida por unos editores, medio visionarios, dispuestos a servir a su sociedad luchando con las armas de la inteligencia, contra todas aquellas que se opusiesen a las propias. Algo que indudablemente es legítimo, sigue sucediendo y es deseable que así siga siendo, por los siglos de los siglos, porque será un síntoma indudable de que, de un modo u otro, seguimos viviendo en un régimen de libertades.
Pero hablábamos de periodistas. Esa fauna, o ese conjunto de tribus, que antaño eran reconocible y que hoy se prestan a una confusión que se diría extrema, gracias a mil y un camuflajes acerca de los que no seré yo quien ose hacer una descripción pormenorizada. Así que al menos vayamos resumiendo.
Prácticamente desaparecido en combate el periodismo de investigación, no muy en activo aquella laboriosidad callejera que empujaba a los profesionales a buscar las noticias en cualquier esquina ciudadana y sustituido en gran medida su trabajo por una ingente multitud dispuesta a "contarnos lo que pasa" a través de las pantallas de nuestros teléfonos móviles aquella antigua nómina, tan sucintamente resumida al comienzo de estas líneas, se ha reducido a la mínima expresión posible. Quienes escribimos en los periódicos somos gentes reducidas a dos grupos, a saber: los que escriben sabiendo que su trabajo ha de tener un día de vigencia para ser sustituido en pocas horas por otro dotado del mismo ciclo vital y los que, más soberbios y engreídos, lo hacemos con intención de que nuestros escritos puedan ser leídos cualquier día después de aquel en el que fueron redactados. Se trata de una distinta consideración de lo que en realidad se trata eso que llamamos actualidad. Un artículo de actualidad, para un escritor de periódicos, es aquel que pueda ser leído año tras año sin que pierda vigencia y pueda mantener integra la curiosidad o el interés del lector. Vano intento casi siempre, como es fácilmente deducible.
Esta nómina de lo que, quizá con algo de innecesaria ampulosidad, acabamos de llamar escritores de periódicos se subdivide a su vez al menos en otras dos, a saber: la de los que lo hacemos porque es nuestro trabajo y la de aquellos que lo hacen por solaz. Como es fácil de suponer, una vez llegado aquí, el arriba firmante se abstendrá de seguir profundizando en las pertinentes y esperables subdivisiones de esta segunda especie de los del solaz. Tengo demasiados amigos entre ellos.
Por eso, quizá sea llegado el momento de comenzar la segunda parte de este artículo que, como sucede en casi todos los que lo precedieron, no tiene nada que ver con la primera pero que se diría que de forma inevitable es consecuencia de ella. En el caso de este que ustedes están leyendo, también. 
De un modo u otro y de vez en cuando, estos escritores de periódicos -o si lo prefieren: estos periodistas literarios, o literatos periodistas- solemos desahogarnos volcando nuestras emociones en nuestros escritos. Lo hacemos para liberarnos de ellas, pero también para involucrarlos a ustedes en nuestras propias cuitas, para sumarlos a nuestros propios afectos, o a nuestras perseguidas desafecciones que, en estos últimos tiempos, suelen ser mayoritaria y desgraciadamente políticas, sean estas del color que sean. Tampoco es este el caso de este desahogo de hoy.
Hoy, al terminar de escribir esto para ustedes, saldré para A Coruña con intención de asistir a la cremación del cuerpo de un amigo; un cuerpo en el que se albergó una inteligencia poderosa y constructiva; la propia de un ser creativo y bueno, conciliador y respetuoso con el sentir y el pensar ajeno; alguien capaz de sembrar sosiego y serenidad en su entorno que estaba en el mejor momento de su vida. Arquitecto de éxito, profesor respetado, dibujante y pintor dotado de una sensibilidad envidiables, estaba viviendo los mejores y más felices años de su vida al lado de una hermosa mujer capaz, a su vez, de construir ámbitos en los que los demás podamos contemplar y admirar lo que es capaz de crear la mente humana cuando se decide a recrear las distintas realidades que nos rodean plasmándolas en obras de arte que transciendan el propio tiempo en el que fueron plasmadas.
Mi amigo se ha ido en el mejor momento de su vida cuando todo le sonreía y sus hijos, al completo, le profesaban el afecto que siempre habían sentido por él y que en algún momento le habían regateado. Sé que, aquí llegados, no se puede decir que la vida sea justa o injusta y que debemos aceptar que sea así. Machado escribió que el golpe de un ataúd en tierra es algo absolutamente serio. En tres o cuatro horas, quemarán el cuerpo de mi amigo y podremos ver que el humo, ese hilo de comunicación con lo inexplicable, se lo lleva alejándolo de nosotros. Disculpen que hoy comparta con ustedes mi tristeza. Poder haberlo hecho ha sido un privilegio.

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