Opinión

Lampreas, sapos y culebras

En cuántas ocasiones preferiríamos evadirnos de la realidad y entrar en consideraciones más prosaicas que las consideradas habituales que son, sin embargo, mucho más lisonjeras y agradables, más amenas e igualmente plenas de transcendencia!
Estamos habituados a otorgar la consideración de importantes a asuntos, que siéndolo, no lo son más que otros que tenemos por frívolos, evanescentes e impropios de gentes bien pensantes; por ejemplo, está mal visto cantar la primavera y el primer concierto del cuco, ese que da aviso a las lampreas de que ya es hora de volver al mar y de que el ciclo de la vida continúa y se prolonga. En ese momento, las crías apenas nacidas, se entierran en la arena del río y dormirán en él, durante cinco años, el largo sueño que precede a su navegación hasta el Mar de los Sargazos del que regresarán, antes de que la primavera llegue, para que el ciclo de la vida no se detenga. 
¡Cuántos miles de años llevan las lampreas haciendo eso y cómo puede parecernos frívolo el comentario que defienda que así pueda y deba continuar siendo! ¿Será, en cambio, una frivolidad detener el curso de los ríos, represarlos en embalses portentosos, evitando así que las lampreas agoten sus cauces para buscar los fondos más fríos y oscuros de sus aguas y, allí escondidas, copular mecidas por la temblorosa corriente del deshielo?
No constituye frivolidad alguna el hecho de cantar a la dama gris de los fondos fríos, ni a la escurridiza anguila, tampoco al sábalo metálico o, incluso, al ruiseñor del río que durante mi infancia ourensana se instalaba en los árboles de la orilla de Miño, justo debajo del Puente Viejo, para que fuésemos a escucharlo a la caída de la tarde de un día cualquiera de estos que ya huelen al primer verano. 
¿En dónde están ahora los ruiseñores, dónde los jilgueros ahora que ya no se cultiva el trigo? ¿En dónde el pan? En el breve soplo que es la vida de un ser humano hemos visto los ríos despoblados de sus ocupantes más significados, los montes deshabitados de todos aquellos animales que decíamos totémicos, ya no hay osos, apenas quedan lobos y los zorros, las martas y las comadrejas, los hurones y las nutrias nos han abandonado. Ni siquiera el tojo, que decíamos endémico, cubre ahora nuestros montes, desplazado que fue por la estabulación de un ganado productor de una leche que, una vez puesta dentro de una botella, a la hora de comprarla en el supermercado, no en la tienda de la esquina, nos cuesta menos que si la comprásemos llena de agua. El agua está más cara que la leche. ¡Es la leche!
¡Ah, qué tiempos! Hace medio siglo, de aquella, cuando el nefasto minifundio, no se veía un solo metro cuadrado sin cultivo durante todo el año; ahora, lo que no se ve es una sola parcela cultivada con otra cosa que no sea un monocultivo, de uvas por ejemplo, que ha de durar lo que dure mientras en Bruselas no dispongan en contrario. 
Empieza uno hablando de lampreas y ya ven en lo que acaba: en confesar que esto no le gusta nada. Y todo por pretender evitar el tener que hablar de esa asignatura pendiente que constituye, que constituyó, la esperanza suscitada por Podemos. 
Se creyeron sus dirigentes principales, al menos da la impresión de que sí se lo creyó el señor de la coleta, convencido que está de que el carro de fuego que lo trasladó al cielo, se diría que casi de inmediato, funcionó gracias a su propia inteligencia. Se equivocó. El ascenso no solo se debió a su esfuerzo sino que ha sido consecuencia de una situación que se diría de emergencia nacional, de un caldo de cultivo, abonado de prepotencia y corrupción, de hastío y abandono, promovida por la jactanciosa petulancia de unos líderes que también se creyeron elegidos de los dioses.
Llegaron los podemitas y se pusieron a hacer poesía, olvidados de que había sido Primo de Rivera quien había porfiado que los pueblos los construyen los poetas. Así se dieron besos y se abrazaron como locos poseídos de si mismos, ofrecieron tálamos y quisieron diseñar lo bello, dando por previamente instalada la belleza, también el amor y otras pamplinas, ya saben, esas plantas menudas que crecen en la orilla de los regueros de montaña que, al tropezar con unas piedras, se remansan y permiten que en ellos vengan a morar las ranas. Ahora empiezan a salirle ranas. 
En Madrid y en Valencia también hay muchas charcas. Están ocupadas por sapos y culebras, salamandras y otros bichos que se escurren de modo que, esto que se conoce como Estado, empieza a parecerse ya a una ciénaga. Abundan las arenas movedizas y estas empiezan ya a tragarse gentes, sueños y esperanzas.
Lo peor del caso es que lo más probable no es que no cambie nada sino que es posible que cambie todo, que frente a tanta poesía que promete patria, justicia y pan, puede empezar a ofrecerse aquella otra que, frente a la que destruye, prometa de manera y modo que entre poetas ande el juego. Ya lo vimos otras veces. ¿Cuál si no es la génesis de los totalitarismos?
Nos movemos, mejor dicho, nos mueven o, mejor aun, nos mecen entre dos nanas que siempre acaban por resultar la misma nana. Empezamos hace ya tiempo una política de gestos expresada en banderas a media asta, besos de tornillo, llamadas a la belleza, por un lado y entre otras y semejantes lindezas, hemos empezado a escuchar el dulce arrullo de la política del sentido común, la sensatez y la prudencia , lo que es bueno para España, pero sin aclarar para qué clase de españoles. ¡Ah, esa cantata del gobierno estable que desestabiliza, del sentido común que solo afecta a una manada de la tribu! 
Mejor hablar de la lamprea y el ruiseñor del río, el jilguero del trigal y la nutria que nada siempre entre dos aguas. Pero eso será ya en otro día.

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