Opinión

De juancarlistas a felipistas

El otro día emitieron unas cuantas imágenes del lehendakari vasco tomadas en el momento en el que se estaba dirigiendo a sus paisanos para transmitirles ese mensaje, no se si navideño o propio de finales de año, que los presidentes de aquí y de allá, de esto y de lo otro, suelen enviarles llegadas estas fechas. Algo así como el balance bancario de fin de año, la carrera de San Silvestre o el “meigas fora! que mal que bien entonamos los gallegos de vez en cuando y por si acaso.
No recuerdo nada de lo que dijo, pese a haber sido tan poco lo escuchado; en cambio, me quedé con el eco de su voz. Sucedió así porque, en su resonancia o en su tono, en su opacidad o en su timbre, no lo sé, quizá en su ritmo o en su cadencia hubiese algo que me recordaron los propios del Rey Juan Carlos y me hicieron sentir nostalgia de aquellos días, ya lejanos, en el que la famosa ecuación espacio-tiempo que tanto menta un pariente mío, era pródiga en la proliferación de esas constantes vitales colectivas que logran que el común cuerpo ciudadano se sienta libre y satisfecho, entero y cierto, ágil y joven, capaz de comerse el mundo y de beber los vientos llenos de una alegría de la que no fuimos nunca tan conscientes como podemos serlo ahora.
Era algo así como lo que creo recordar que decía Cervantes en “El Quijote” cuando afirma respirar el aire libre y puro y que no vemos y que sin embargo tanto bien nos hace. Es posible que eso no figure en el libro del Ingenioso Hidalgo e incluso que Cervantes nunca lo haya escrito, pero ustedes seguro que entienden lo que quiero decir y han de disculpármelo.
Fueron días, aquellos, en los que de una forma u otra todos, al menos casi todos, respirábamos el mismo aire y, si no monárquicos, en mayor o menor medida, todos éramos juancarlistas. Quien había comenzado su reinado nombrado como El Breve y haciéndose pasar por tonto llegó a convertirse en Juan Carlos el Bueno porque supo ganarse, pese a todo, pese a todos los pesares, pese a sus golferías y pese a las complicadas relaciones mantenidas con príncipes árabes y princesas comisionistas, con alguna que otra vedette y con no pocas señoras generalmente estupendas, según rezan las crónicas, supo ganarse, les decía, el afecto que tanto se nos deterioró a todos al final de su tiempo en La Zarzuela por culpa de todo ello consorciado, de osos borrachos y elefantes entrompados contra el árbol de la vida. 
Su esposa sin duda era una santa, debe seguir siéndolo, pero no sé por qué me imagino que su imagen -de profesional impecable de la cosa- quizá necesitó en más de una ocasión de las recordaciones de las gentes de su Casa, es decir, de la del Rey, en el sentido de que su reinado no podía ser, bajo ningún concepto, equiparable al ejercido por su también santa madre, aquella reina Federica de Grecia, tan amiga que fue de intervenir en los asuntos de su reino, porque en el caso del nuestro y común de España, esa intervención estaba limitada a su esposo por el mandato constitucional del 78 y ella era simplemente la esposa del rey, la madre ahora, lo que no es poco y debe dejar tranquilo a cualquier cónyuge o progenitora cual en su caso. 
Lo cierto es que la voz del lehendakari Urkullu me trajo las evocaciones que generaron la larga divagación en la que hasta aquí me he ocupado y espero haberlos entretenido a ustedes. A lo largo de todas ellas subyacía la pregunta, no sé si inoportuna, de si todos los juancarlistas han devenido en felipistas y, como antaño, permanecen atentos a las palabras que el jefe de Estado a título de rey dirige a todos los españoles llegadas estas fechas. He intentado responderme.
Si los políticos de la Transición que, en su momento, estuvieron a la altura que las circunstancias les requerían y lo hicieron llevados de la mano por los hábitos propios de sus respectivas procedencias -tal y como se comentó aquí en el articulo del pasado jueves, los unos ajenos a la defensa de los intereses personales, atentos los otros a los generales del Estado- los que les sucedieron, esta generación política compuesta en gran medida por los fontaneros y sus asimilados surgidos de los cursos celebrados en las escuelas de verano de sus respectivos partidos, se lo han encontrado todo hecho y hemos podido ver como de las situaciones cómodas no suele depararse nada bueno.
Por su parte, si el rey Juan Carlos I tuvo que transitar por una circunstancia histórica excepcional, cual fue la de la reinstalación de la monarquía borbónica en una Jefatura del Estado que ya poco tenía que ver con la ejercida por su abuelo y lo hizo a cuenta de sufrimientos personales y desajustes familiares que todos recordamos, desajustes y sufrimientos que acertó a superar a fuerza de lo que dimos en llamar campechanía y posiblemente se tratase de otra cosa, su hijo se lo ha encontrado todo hecho y, al igual que los políticos actuales son profesionales, él también lo es y cabe exigirle lo que a su padre le vimos ir construyendo poco a poco: el sentido de la convivencia del que supo impregnar a todo un reino sobre el que reinaba pero no gobernaba en absoluto y lo cierto es que la ocasión se le está pintando calva y la ocasión así se lo reclama. Quizá dentro de otros cuarenta años, otro escritor de provincias, tenga una ocurrencia semejante a esta que a partir de ya mismo se empieza a diluir y a concluir en nada. Si así sucediese sería porque, como esta, no significase, ni más ni menos, que a unos tiempos suceden otros tiempos y que si estos mudan, mudan también las voluntades. Pero al tiempo significaría que hay reinados que transcienden a su tiempo y pasan a la Historia mientras que otros, más anodinos aunque posiblemente igual de bien intencionados, se recrean y adormecen en un aura de mediocridad que no suele conducir a nada.
Y en estas y no en otras es en las que estamos triados por los ecos de una voz que acertó a entrar en nuestras casas de modo que los republicanos nos hicimos juancarlistas porque la opción no era en absoluto desdeñable. Ojala el hijo acierte a ser digno hijo de su padre, aunque no sea en absoluto necesario que haga el honor que su padre hizo a la estirpe de su abuelo, tan dado que fue Don Alfonso XIII al trato con las damas. Aunque justo sea reconocer que es mejor un rey que reine como es debido, aunque se vaya el al infierno al final de sus días, que uno que se vaya él al cielo después de haber mal reinado dejando esto hecho un purgatorio; de momento ya nos llega con el que padecemos.
 

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