Opinión

La invasión del pensamiento breve

Empiezo a entender que a los viejos, no a todos, pero sí a algunos de ellos y poco a poco, se les vayan quitando las ganas de vivir hasta llegar un momento en el que, por decirlo de algún modo, se dejen ir, se dejen ir... hasta que se van de todo.
Supongo que algo tendrá que ver en ello la dificultad de comprensión de los nuevos tiempos que la sociedad va elaborando de acuerdo con las necesidades y las circunstancias que así suelen propiciarlo. Quizá fuese por eso y por no estar a disgusto de todo en este valle de lágrimas por lo que, cuando éramos pequeños, nos dijeron que así era este mundo y quizá sea por eso por lo que me afane tanto como me afano en comprender, con claridad de pensamiento y ecuánime juicio, el mundo en el que habito. Otra cosa es que lo consiga, claro. De lo que no hay duda es de que ya voy cumpliendo años.
No quiero remontarme demasiado pero cuando en los Salesianos el Padre Prefecto nos indicaba la sonrisa de María Auxiliadora, dirigida a cada uno de nosotros, yo, por mucho que me afanaba, no conseguía ver que insinuase, dirigida claramente a mí, ni una dulce sonrisa; ni a modo de la de La Gioconda, tan siquiera. Así se lo hice saber al prefecto y entonces me indicó en que me fijase en sus ojos, en los de la Virgen, claro, no vayan ustedes a pensar nada en otro sentido, y también me afané en ello inútilmente.
Superada esa etapa empecé a leer "La náusea" y otros escritos sartrianos, de los que tampoco conseguí extraer gran cosa. De resultas de ello, y pese ello, me confesé existencialista. De ahí, de ser o pretender ser existencialista, a considerar el pensamiento beatnik, forma paródica con la que Herb Caen, catalogó a los de la Generación Beat, la de Jack Kerouac el autor de "On the Road", no tuve que dar muchos pasos y quizá por eso disfruté tanto la poesía de Carlos Oroza. Quiero decir que, también sin entender mucho, fui un poquito poeta beatnik. Luego vinieron The Beatles y me quedé sin pasar de ahí. Los Rolling Stones ya no fueron hechos para mí. Pero yo no iba a eso, antes de liarla como la estoy liando.
Iba, pretendía ir, a constatar el hecho de que el haberme convertido en un superviviente (que es otra forma de confesar naufragios) se deba al hecho de que nunca haya conseguido enteramente nada del mundo que ha venido rodeándome desde la cuna hasta convertirme definitivamente en la isla que soy... y tan campante. Así y tal como les digo he vivido épocas de esplendor y desamparo, de frustraciones y esperanzas, de sueños y delirios... como la mayor parte de mis coetáneos; esos a los que, como a mí y poco a poco, nos van dejando sin mucho a lo que agarrarnos. Así fuimos pasando del tiempo de la ética del honor al de la ética indolora. Así sufrimos el del pensamiento único y, de salto en salto, atravesamos tiempos que no será necesario ir nombrando de uno en uno, hasta llegar a estos del pensamiento breve.
En no pocos periódicos digitales empiezan a darnos noticia del tiempo de lectura que ha de llevarnos cada artículo y ya empezamos a rechazar aquellos que alcanzan los siete minutos de duración. Estas navidades ya se han puesto a la venta cuentos para niños en los que en vez de indicar las edades de estos, recomendables antes de que puedan proceder a su lectura, lo que se indica es el tiempo que ha de llevarnos su lectura y la ocasión idónea en la que se ha de proceder a esta; por ejemplo, tiempo de lectura tres minutos, ideal a la hora de acostarse; es decir, el desarrollo de la imaginación en pequeñas dosis no vaya a resultar que nos pasemos y luego la gente piense demasiado.
El pensamiento breve se va extendiendo. Los políticos han descubierto Twitter y se afanan en hacernos tragar píldoras de pensamiento concentrado en doscientos ochenta caracteres. Dentro de nada ya no producirá sonrojo que un cargo ministerial hable da la gran figura femenina de las letras sea Doña Sara Mago, ni que un miembro del Gobierno gallego pondere la alta calidad musical de la gran cantante gallega Doña Carmiña Burana. En la tele, mientras tanto y mientras no vociferan los tertulianos de plantilla, bailan los presentadores de concursos, bailan los concursantes y baila el público asistente de modo que el pensamiento breve y el baile de San Vito adquieren caracteres de pandemia. Así vamos tirando.
Ya no expresamos sentimientos, ahora son los emoticonos los que hablan por nosotros y resumen nuestra repulsa o nuestro aplauso, nuestro afecto e incluso nuestro desprecio. Lo hacen de un modo conciso y rápido a la vez que gélido. Un código de banderas de los que se utilizaban en la mar para comunicarse de un barco a otro ofrece más oportunidades de conversación, de intercambio de opiniones, de transmisión del pensamiento o de definición de la realidad que la tablilla de emoticonos que nos ofrece el WhatsApp. Pero ya nadie o casi nadie sabe no ya usarlo sino incluso de su existencia. 
Hasta ahora el ser humano se ha esforzado en comunicarse, en ser capaz de transmitir íntegro el pensamiento. Lo hizo así hasta llegar a hoy cuando parece que la intención suprema que lo anima sea la de irlo reduciendo, condensándolo, hasta reducirlo a su más ínfima expresión. No es de extrañar que a más de uno empiece a resultarle aburrido esta pasión inútil que es la vida.
 

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