Opinión

La hora del Führer

Mi difunto tío Pepe a quien, si me dejan remedar la elegía a Ramón Sijé, yo tanto quería, fue boticario; lo que casi es tanto como decir que era anglófilo y liberal. En su casa de Pontevedra, colgado de una pared y debidamente enmarcado, tenía un retrato de la reina británica. Quizá fuese por eso, no lo sé, por lo que cuando en la ferretería de la familia del llorado Manancho Villanueva, en plena calle del Progreso, al lado de la gasolinera de Pérez Rumbao, oía ponderar una herramienta como Made in Germany a fin de afirmar su calidad y precisión solía decirme para mi coleto que sí, pero menos; es decir, nunca fui germanófilo. 
Francófilo sí lo fui y creo que en gran medida aún lo soy, lo que debe ser considerado como un pequeño mérito, ahora, cuando todo el mundo es filoyanqui, las revistas de cultura solo hablan de su narrativa, la música esta casi toda ella cantada y emitida en inglés y El Gran Wyoming remeda, todos los días, la tendencia con la pronunciación imposible del título de una película que nunca suelo enterarme de cuál es.
Sin embargo, entonces, la lengua de cultura y progreso era la francesa. El inglés era más bien cosa de horteras, es decir, de dependientes de comercio de tejidos, y de estudiantes de la Escuela de Comercio. Esa Escuela, algo así como un centro en el que se estudiaba una especie rebajada del bachillerato, compartía edificio con el Colegio Menor, allá arriba en las Mercedes. Estudiaban contabilidad, por ejemplo, a y la gente bien eso se le antojaba una ordinariez. Tales Escuelas de Comercio todavía no se habían convertido en Facultades de Ciencias Económicas, imagínense ustedes la diferencia.
Alemán lo estudiaba poca gente y, si no me confundo mucho, era el padre o al menos un tío de Manancho, el señor Villanueva, quien lo enseñaba en el Instituto del Posío. Así que a lo que íbamos: yo nunca fui germanófilo. Confieso humildemente que sigo sin serlo.
Ahora, cuando los domingos evoco en estás páginas algún viaje que otro, algo en lo que me ocupé toda mi vida pues esa es una obsesión que considero tan digna como cualquier otra y para mi tanto y tan apetecible que me hice marino para poder echarme al amplio mundo y ver un poco, siquiera un poco, de él y enterarme como era, sigo sin serlo. Así que a Alemania fui poco. Pero algo sí fui.
Hace años solía acudir a la Feria del Libro de Frankfurt, más que nada a beber cerveza y a cantar, amparado en las voces del coro español que siempre se reunía en la misma cervecería llegada la hora del temprano anochecer nórdico. Cantábamos de todo e incluso golpeábamos las mesas con el culo de las jarras de cerveza, como hacen los alemanes, al tiempo que competíamos con otro coro, esta vez de teutones sentados a una mesa próxima a la nuestra. 
Solían acudir bastante parroquianos a escuchar aquel torneo canoro en el que siempre iban ellos por delante hasta que considerábamos llegado el momento en el que, las voces de los hermanos Azaola, que eran editores de Alfaguara, se impusiesen por encima de las de todos nosotros. En ese momento teníamos asegurado el triunfo. Tenían unas hermosas y potentes voces. Era un goce ver cómo achantábamos a los germanos. Ya se que achantar no es verbo que figure en el diccionario de la RAE, pero ustedes ya saben lo que digo.
Hace unos meses, quizá un año, vi en la televisión un reportaje en el que, un corresponsal en Madrid de un canal alemán, se mofaba de nosotros a cuenta de las entrevistas que les realizaba a los funcionarios de los ministerios que se incorporaban con retraso a sus puestos de trabajo. Era indignante el cachondeo que se traía el germano a cuenta de nuestros vicios nacionales, unos vicios ciertos, que le permitían exponer conclusiones que no hará falta que venga yo ahora a reseñarlas. Puedo decirles que era un espectáculo equiparable al de los hinchas holandeses que el otro día les tiraban limosnas a los pordioseros rumanos en la Plaza Mayor de Madrid. Algo repugnante. Algo deprimente y ridículo, tal era la satisfacción de aquel cenutrio, tales sus carcajadas y su sonrisa amplia.
Desde entonces, desde que vi el programa que les digo, la eficacia germana, su precisión y laboriosidad, su eficacia y honradez nos ha permitido constatar como cientos de miles de automóviles Volkswagen distribuidos por todo el mundo han tenido que ser revisados por una trampita de nada que introdujeron en sus ordenadores a fin de gastar en ellos, durante el proceso de su fabricación, una porrada de euros que ahora mismo no puedo precisar.
Al saber lo que antecede, me acordé de aquel estólido y sonriente corresponsal que hacía buena la respuesta dada, durante los años sesenta, a una pegatina que se colocaba en el cristal trasero de lo coches y decía en Euskara: Iripar, egizu haren, o lo que es lo mismo: “Sonría por favor”. ¿Qué decía la nueva pegatina? Decía “La sonrisa inmotivada es la elocuencia del imbécil”. Mucho sonrió en su programa aquel estólido carente de mejores ideas que la de ridiculizarnos.
Desde lo de la Volkswagen hemos podido ver cómo, no puedo precisar qué laboratorios farmacéuticos alemanes, enviaban un producto a España que dejó ciegos a no pocos enfermos aquejados de laguna retinopatía creo que de origen diabético y hace unos días, hemos vuelto a comprobar cómo, otros laboratorios alemanes, eludían, basándose en aspectos legales, toda ética profesional exigible, todo código deontológico reinante, para evitar pagarle a todos los españoles, afectados que fueron en su día por la Talidomida fabricada que había sido en su momento por ellos los devastadores efectos que esta causó en sus cuerpos ya antes de que asomasen a la vida.
Es evidente que los alemanes ofrecen más ejemplos que los que hasta aquí quedan expuestos, también ejemplos que los salvan de ignominias como las que se señalan, entre ellos los dados por las obras de sus músicos y de sus poetas, de sus novelistas y pintores. Sucede así y de un modo parecido al que nos salva y redime a nosotros mismos todo aquello que hemos podido, sabido y querido aportar al concierto humano. Y no me hagan decir ahora quiénes y qué cosas, que obras y logros de unos y de otros han servido para que la humanidad haya mejorado. 
Sin embargo no está nada mal que estos extremos sean recordados en días como el de hoy, cuando podemos rememorar la caralladita del Caudillo cuando tuvo la ocurrencia de asimilar nuestra hora legal, hasta entonces coincidente con la solar, con la que el Führer disfrutaba en Alemania. Lo hizo en un guiño inútil y obsecuente que todavía nos sigue tocando… diana a una intempestiva de nuestras mañanas invernales. Pero así es la Historia y así se escribe. Si algún día ven al tal alemán y periodista deambulando por la calle del Paseo salúdenlo de mi parte y trastóquenle las agujas de su reloj al menos un par de horas.

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