Opinión

Es hora de que acabe el circo

Es de suponer que a todos nos esté resultando difícil sustraernos a la realidad que nos envuelve. Ya nos gustaría que nos resultase más fácil porque, esa realidad, está volviéndose sofocante y empieza a atosigarnos. 
Nuestra sociedad cambió. Lo hizo en más, en muchos más sentidos de los que esperábamos. Nadie suponía que habría de llegar el tiempo en el que pudiésemos estar, cómodamente instalados en la butaca del salón de nuestras casas, contemplando en la pantalla del televisor en color, casi seguro que de un televisor smart, como una infanta de España, ex duquesa por méritos propios, se sentaba en el banquillo de los acusados mientras estaba siendo juzgada por delitos que nunca creímos que habrían de conducirla a situación tan ignominiosa. Y eso es bueno. Confirma la afirmación de su padre de que, en este país, la ley es igual para todos. No siempre, claro, pero si en algunos significativos. Y cada vez más.
Cambió tanto la sociedad que no poca parte de ella se siente frustrada porque la infanta dijo que no recordaba nada, que confiaba en todos, que de nada se enteraba pues nada sabía, nada preguntaba, nada le decían. ¿Es que alguien esperaba que cantase de plano confesando que hubiese sido ella quien organizase todo el lío fundacional de Nóos? 
A veces se podría pensar que nuestra sociedad se haya vuelto idiota o que al menos lo parece. Ningún sentado en el banquillo, delante de un tribunal judicial, acostumbra a declararse culpable y, ahora, llegado el caso, además de ver a una infanta sentada en el banquillo la gente espera que, además, sea culpable sin concederle siquiera el beneficio de la duda. Ojalá la declarasen inocente y que además esta fuese una declaración cierta. Haría más cierta la grandeza de una Constitución que, si ha servido para crear una casta política y hacer brotar una partitocracia, en compensación, haya valido para llevar a juicio a una hija y hermana de rey como a una persona cualquiera. Entonces ¿qué es lo que nos pasa, de dónde nace el desasosiego que nos invade? 
Llevamos meses viendo como unidades especializadas de la Guardia Civil y de la Policía, están llevando ante los tribunales de justicia casos y casos de corrupción que afectan desde a ciudadanos ocupados en las concejalías de los pueblos más remotos a vicepresidentes de gobierno y de diputaciones; desde molt honorables caballeros de las Generalitats orientales y levantinas, hasta alcaldesas de traca y tentetieso, más amigas de los collares y los bolsos que la finada Carmen Polo. Esto está siendo así de forma que aunque nos parezca mentira, al menos en una medida que aún no nos atrevemos a determinar, debamos reconocer que, esto, algo sí funciona. Lo hace cómo jamás supusimos que pudiese llegar a hacerlo. Entonce ¿qué pasa?
Desde que comenzó esta legislatura parecería que alguien hubiese perdido el norte y que esa pérdida esté desorientando al enjambre humano que formamos; por no decir que al rebaño en el que nos estamos convirtiendo. Entretanto, contemplamos la función haciéndolo recostados en ese goloso sofá del cuarto de estar, que más parece un triclinio romano de aquellos en los que los prohombres de la Roma en decadencia acostumbraban a abotargarse a fuerza de ver como la vida se deslizaba frente a ellos mientras permanecían ajenos a todo lo que no fuese su propia supervivencia. 
Así, comenzamos la legislatura contemplando la tierna lactancia que la señora Bescansa dispensaba a su lindo bebé y, hasta el día de la fecha, ya hemos podido ver como la primera y frustrada sesión de investidura era celebrada, al menos en una de sus intervenciones más significativas y concluyentes, con el beso de media vuelta de tornillo, esperemos que sin lengua, que se dispensaron entre sí los señores Iglesias y Domenech; solamente a efectos visuales, pues no se conocen otros de los que se deriven mayores transcendencias. Ambas actuaciones conforman la mayor contribución del multiforme colectivo del que ambos forman parte a la normalización de la actividad política que tanto empezamos a echar de menos. 
¿Y mientras? Mientras, esperamos impacientes a que el Hernando del PP, antes de enseñar el blanco de los ojos elevando la mirada que siempre mantiene desviada a estribor de su cerebro, se vista de una vez el traje de marinerito/niño bueno, se calce el lepanto con pompón rojo, barbuquejo y cintas de azul vicuña y nos acuse a todos de no celebrar sus ocurrencias montunas y perversas expresadas con voz meliflua y suaves gestos de novicia buena. Eso es todo, miraditas tiernas, cálidas lactancias, gestos ampulosos, explicaciones pedestres a fin de que hasta los contrarios las entiendan, besos en la boca, ofertas celestinescas, sugerencias de recalentones fuera de lugar, todo de forma que entendamos que sí, que el país ha cambiado, sí, pero para bien y para mal, de un modo extremado que puede acabar resultando suicida mientras la cámara de sus representantes políticos se entretiene en juegos de prestidigitación y malabares que ya empiezan a aburrir al personal. 
Ojalá llegue el momento, y lo haga cuanto antes, de que Epi-Mariano y Pablo-Blas, los teleñecos, se dejen de obviedades porque de una vez cayeron en la cuenta de que sus actuaciones son de horario infantil pero están siendo emitidas en horas de prime time para un público al que han hecho madurar a marchas forzadas y empieza a estar ya harto de ambas actuaciones. Es hora de que acabe el circo que nos han montado.
No es suficiente con haber sido el partido más votado porque el tema es el de la corrupción acumulada, el de la abolición del estado del bienestar en el breve plazo en el que ha sido llevada a cabo, el laissez faire laissez passer que ha conducido a la debacle catalana, por un lado, y la jactancia juvenil y alborotada de una gente que, habiendo tenido en la mano, la posibilidad cierta de mejorar la condición ciudadana de este país ha preferido componer el gesto, detenerse en medio del camino que habían empujado a todos a emprender y olvidarse de que existe un trecho de obligado recorrido en común que, una vez finalizado, les permitiría caminar en solitario entonando las melodías que, entonces sí, estimasen convenientes. Lo de esta pareja de nada ingenuos comediantes está siendo como el triste cuento de la infanta. Pretenden que no solo nos sentemos a escucharlos sino que además cantemos al compás que ellos nos dicten. Demasiado. No es ésta realidad la que queremos.
 

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