Opinión

Donde el aire da la vuelta y la niebla se gira

El sitio en el que da la vuelta el aire es un lugar de ubicación difícil. Le sucede lo mismo que a aquel otro en el que suele apoyar sus pies el arco iris, en el que se decía –al menos se decía así en las aventuras del Pato  Donald y de su tío Gilito, el millonario- que se escondía una olla repleta de monedas de oro que, acaso en aras de la educación recibida, siempre imaginé romanas.
Lo de dar la vuelta el aire y preocuparme por averiguar en dónde lo hace es  consecuencia, al menos lo es en mi caso y originalmente, de la lectura de una obra de Torrente Ballester así titulada. Primero lo imaginé en Pontevedra, en la esquina que hace la calle de la Oliva con la plaza de la Peregrina, pero desistí cuando fui comprobando, con el paso de los años, que la disposición de las calles, de  casi todas las calles pontevedresas, es tal que el aire se entabla en ellas y gira en casi todas las esquinas. Un lío mental que explica muchas de las peculiaridades de una ciudad que ha crecido, sí, pero imagínense cómo. La culpa, claro, siempre es de un mal viento; de un mal viento padecido en el momento justo de la decisión de abrir un camino que se pretendió de comunicación, tal cual es o debe de ser una calle, y se acaba por construir tal cual es una travesía por la que circulen el viento y la lluvia debidamente consorciados: vento e auga, auga e vento, que se lamentaba mi difunto padre, una vez superado el mes de agosto de cada año de su corta vida empapada en lluvia de poniente y otra procedente de un Madrid el que reinaba un fresco general, procedente del noroeste, contumaz y persistente, que duró años y desapareció ocho años después de que lo hiciera mi padre..
Descartado Pontevedra como lugar propicio para que fuese en él donde el aire diese la vuelta, lo busqué en Ourense. Pero en Ourense quien dominaba era la niebla que bajaba por el Miño. ¿Da la vuelta la niebla en algún sitio? ¿Gira bruscamente en las esquinas? Creo que no. La niebla suele ser pousona y reposada, lenta, casi siempre, aunque a veces se desplace enloquecida. Pero esto suele suceder solo en el mar; por ejemplo, lo hace en la bahía de Delaware, antes de entrar en Nueva York si uno llega a ella por el mar. Lo recuerdo para que comprueben los lectores que, esta mía, se trata de una preocupación antigua. Yo la vi así, atolondrada y fugaz y tan espesa que, si extendías el brazo e intentabas ver el dorso de la mano, comprobabas que esta se había ocultado en brazos de la bruma. Pero eso solo comprobé que era así llegando a Nueva York. En el Báltico, allá por donde se establece el límite del mar del norte, también podía ser de idéntica entidad, pero entonces la niebla estaba quieta, descansando sobre la superficie de las aguas.
Volvamos a Ourense y a las nieblas. A las nieblas de antaño que ahora quedan retenidas en el salto de Velle o cercana a la playa de Oira, a la que Vicente Risco aconsejaba acudir calzado con zuecos y no con zapatos de goma para permitir que todas las virtudes telúricas que en aquella zona surgen de la orilla del río impregnasen nuestro organismo por entero, revivificándolo. El caso es que Ourense se quedó sin nieblas; al menos, sin las nieblas de mi primera juventud, de modo que sigo sin saber en dónde están los límites de su existencia, ya que no el lugar en dónde gira, pues, aquí llegados, admitirá el lector como inexistente el lugar en el que da la vuelta y se lleva o trae nuestros malos sentimientos, tal y como hace el aire.
El caso es que sigo sin saber en dónde da la vuelta el aire,  de la forma que ya saben; de ese modo enloquecedor de quienes lo padecen o de aquellos otros que, como sucede en el caso de los de los de Celanova, se atreven a beber el agua que brota del caño norte de su fuente principal, siempre el más azotado, siempre el de chorro más reconvertido en gotas que se esparcen y se difuminan sobre la superficie de las piedras y las almas.
De todas formas sigo estudiando el tema, ahora en Punta Tarifa. En esta extremidad de Europa tan esencial para quienes se adentran en el Estrecho,  con la intención de hacerlo en el Mediterráneo, o, lo que es lo mismo, en ese mar que dicen doméstico cuando ni siquiera está domesticado y balancea los barcos de un modo, atravesado y asesino, que se llama cuchareo y provoca mareos que te hacen perder el sentido y la memoria pues Europa no se entiende sin él, sin el sur y sin ese viento que lleva el aliento de la Historia.
¿Gira en algún lado el viento del sur, de modo que no azota las sienes de los tribunos de Bruselas? ¿Da la vuelta el aire, ese aire, en algún sitio? Es más que posible que ahora esté  sucediendo así y que, a fuerza de debilitarse el viento, ese viento, acabemos todos envueltos nuevamente en nieblas que nos impidan contemplar el dorso de la mano colectiva; ya saben, la que puede enarbolar en ristre el dedo índice y señalar el rumbo de las mentes y los pueblos.
Es evidente que, la que se acaba de realizar, se trata de una pirueta, pero así es el viento; también el literario. Gira donde menos se espera que lo haga y continúa huyendo hacia no se sabe dónde. Sin embargo, a veces regresa. Ojalá el que mueve las velas de la Historia lo haga para devolverle al sur alguna de su perdida grandeza. Lo veremos con agrado, nosotros, los hijos de la niebla.

Te puede interesar