Opinión

Desconfíe de imitaciones

Hace algo así como una semana y pico los periódicos nos advertían de que Inditex ganaba nueve millones de euros al día. Muchos creerán que se trataba de anunciar los éxitos rotundos de un señor de A Coruña pero, en realidad, el intento oculto era el de advertir el peligro cierto de que, los ricos muy ricos se alíen con los ricos de siempre y no paren hasta llevarse por delante a quien, en el corto espacio de una vida, pasó de hacer batas de guata para marujas amigas de las flores, a vestir a todo el mundo no de cacería, sino de montería, que es más fino y se parece más a como iban disfrazados los actores de “La escopeta nacional”, aquella inefable película de Luis García Berlanga. 
Los ricos muy ricos y los ricos de siempre les son muy susceptibles para este tipo de cuestiones. No hay más que ver como los aristócratas poseedores de títulos concedidos por el rey, suelen despreciar a los que lo son gracias a la distinción otorgada por un Papa y excusado está señalar lo mucho que estos diferencian con sus chanzas a los que lo son gracias a un título concedido por el extinto e Invicto Caudillo vencedor del comunismo. Las gentes les somos así.
Este modo de ser se exacerba en ocasiones. En realidad es bastante duro, e imperdonable, que no podamos distinguir si una pulcra señorita, ataviada con colores verdes pálidos y tocada de sombrero tirolés con plumita incorporada, se trata de una marquesa o de una cajera de grandes almacenes; o incluso si un atildado caballero, vestido a lo bávaro y aun sin escopeta, va o viene del monte o de la sucursal de banca en la que presta sus servicios. ¿Cómo vestirán los ricos de toda la vida, a partir de este desparrame estético-social, es algo que todavía está por imaginar pero, mientras y por si no lo consiguen, empiezan avisar de que por ahí no pueden ir los tiros y que no pueda ser esto de que nadie se atreva a distinguirlos cuando esa distinción las disfrutaron siempre ellos. Y esto no es un simple juego de palabras. Léanlo despacio. O a modo, si lo prefieren.
En circunstancias más normales el asunto que tratamos carecería de importancia, pero visto por dónde van los tiros no debemos negarnos a ninguna montería. Bromas aparte, incluso bromas de mal gusto, si es como así quieren ustedes calificar al disparate hasta aquí expuesto, vivimos en una sociedad que cada vez se nos está ofreciendo algo más extremada de lo deseable; algo más radicalizada de lo conveniente. 
Los movimientos de quienes se aferran a los sistemas de ideas de mayor radicalidad por el costado derecho, suelen extremar sus cuidados en buscar culpables a los que atribuir lo males que nos acechan a los diferentes, sean estos extranjeros o sean estos nacionales, profesen una religión como la musulmana o sean hinchas de un club que consideren más que un club y que efectiva y lamentablemente lo sea, mientras que, por el costado izquierdo del espectro, las culpas se le suelen echar atribuir a los ricos esos del sombrero y la montería, a la casta o, dicho por lo cursi, al stablishment ese de marras causante, al parecer, de todos los males que nos afligen a diario.
No van descaminados, pero no ayudan nada. Buscar culpables es una de las ocupaciones más gratas, incluso, que la de practicar el tiro de pichón, abatir perdices o cargarte a un pobre ciervo que nunca se metió contigo. Acabar con los diferentes, sean ciervos o conejos, musulmanes o judíos, viene a ser algo parecido. Todo es cuestión de encontrarle el punto justo en el que empieza el gusto y se termina el disgusto. Ese punto suele permanecer oculto detrás del pensamiento fácil que todo populismo encierra mientras afirma lo propio como verdadero y único.
Lo fácil es buscar culpables, lo difícil es buscar soluciones, se vista el personal como se vista…o se desvista. Por eso conviene estar atento y poco receptivo hacia todo aquello que ofrezca soluciones fáciles a problemas que son complejos y de solución difícil. No debemos olvidar que vivimos en Europa y que este dato escueto y frio implica que, siendo menos del diez por ciento de la población mundial, disfrutamos de la cuarta parte del gasto social del mundo que habitamos. Esta realidad, construida entre la social democracia y la democracia cristiana, en el orden que ustedes prefieran, entre liberales y socialdemócratas alejados de ese neoliberalismo canalla que últimamente nos envuelve, es la que hay que preservar. Y expandir por el mundo, si el mundo quiere que se expanda. Pero no esa otra cuyo mejor valedor acaso sea el nuevo presidente norteamericano capaz de aunar en su mensaje los dicterios propios del populismo de izquierdas y del populismo de derechas.
Hay que desconfiar de imitaciones. El nuevo orden, la nueva política, la nueva izquierda o la nueva derecha son, en realidad, siempre muy viejas y conducen siempre a lo mismo, a ese fulgor efímero manifestado en nacionalismos que todo lo consienten y todo lo niegan en virtud de los cuatro o cinco verdades dogmáticas que pregonan y sobre las que se asientan siempre.
Una sociedad no puede ser, no lo es, no lo ha sido nunca, pese a los intentos, uniforme y cerrada, única. Bien por el contrario tiene que ser abierta y compartida. Es evidente y cierto que se ha deteriorado nuestro Estado del Bienestar pero tal realidad no se soluciona llevándonoslo por delante. Cierto es también que tampoco tiene arreglo si insistimos en no reformar errores, en no enmendar leyes que, habiendo sido útiles, han devenido inservibles. No nos vistamos todos igual, no hagamos todos lo mismo y no nos llevemos por delante a quienes han servido para que hayamos llegado hasta aquí. El pensamiento fácil, el sentimiento cómodo y la ética blanda duran lo que duran; después hay que empezar de nuevo. El problema es que, entonces, se hace imposible no vestirse con harapos.

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