Opinión

Las cosas en su sitio

No sé si sería verdad pero, en la década de los cincuenta, recién superada la mitad del siglo XX-cambalache, los entonces muchachos estábamos convencidos, y así lo afirmábamos, de que si un militar con graduación encontrase a su esposa en su propia cama yaciendo con un amante -fuese este de carácter esporádico, ocasional o continuado, pues de todo podía darse y verse en la viña del Señor- si la encontrase así y les descerrajase un tiro a cada uno de ellos, de modo y manera que los dejase tiesos, ese ofendido caballero de las armas, no pagaría por su crimen al haberlo hecho para lavar tanto su honor como su conciencia de cornudo. 
No sé si sería verdad, pero cada vez que lo consultábamos con autoridades superiores, es decir, con personas cuya edad, dignidad y gobierno superasen a las nuestras, éstas no respondían ni que sí ni que no, sino y sí más bien que el código de justicia militar era el que era y que ellos lo ignoraban, razón por la que no podían informarnos; es decir, que lo creían posible. Tiempos.
Entonces no habían transcurrido demasiados años desde la finalización de la Guerra Civil que asoló el país y, al menos, la mitad de las conciencias de sus habitantes dejándolas inmersas en un piélago de autoafirmaciones, como poco, cuestionables. Por ejemplo, las que asistiesen a la señora y a su amante, que es de suponer que algunas habría; también las que hubiese que tener en cuenta para que un marido pudiese abofetear a su esposa delante de los hijos o, por ejemplo, o aquellas otras que inducían a hacerles estudiar a las chicas, en quinto curso de bachillerato, del plan de educación de 1953, que la autoridad en el seno familiar recaía, por delegación divina, en el cabeza de familia, esto es, en el padre y que, en ausencia de este, recaería en… el hijo mayor de la familia. 
Cuando este escribidor de ustedes matrimonió por vez primera, todavía la fiel esposa tenía que contar con su autorización para abrir una cuenta corriente en una sucursal bancaria y, también todavía, en caso de fallecimiento de sus padres, sería su esposo quien manejase la correspondiente herencia, en caso de que la hubiese, claro está.
Eran tiempos distintos de estos de hoy. Si un militar le pegaba un tiro a un legionario por haberle echado encima el rancho de una comida intragable, tal hecho podía ser ponderado como un ejemplo de bizarra gallardía y una afirmación incontestable de su sentido de la dignidad y el mando imprescindibles para una correcta gobernación de la tropa.
Es pues de entender que si alguien llegase a gobernar, habiendo sido educado en ese sistema de valores, amparado por los principios que sostenían tal concepto de la convivencia entre las gentes, los hiciese vigentes de una forma u otra aplicándoselos al conjunto de la ciudadanía. E incluso es posible que, de tal acción de gobierno, se derivasen situaciones encomiables. Un cuartel se puede dirigir de distintas maneras y, en todas ellas, sin duda, se producirán buenos y malos resultados. Juzguen los lectores lo que quieran a raíz de estos y aun de otros múltiples ejemplos que ellos deberán obtener de sus propios coletos. Excusado está advertir que, quien así gobernase, estaría plenamente convencido de estar haciéndolo bien y en beneficio de todos. ¿O no? Vayan recordando.
De igual manera que hubo quien entendió la convivencia al modo acabado de exponer, hubo quien aprendió a contemplar el mundo desde la terraza del casino de su pueblo. En ellas los hijos de buena familia pudieron descubrir, en aquellos y en otros años posteriores, como sus piscinas y salones iban siendo paulatinamente habitados por las peluqueras y las modistas de sus muy señoras madres. Y si además contemplaron el mundo no sólo desde las terrazas de las sociedades recreativas propias de la gente bien y más escogida de entre toda la ciudadanía, léase, sino también desde la botica del abuelo, el bufete de papá, la consulta del hermano de mamá, el comercio del tío Manolo o el palacio de justicia provincial; si alguien aprendió a contemplar el mundo desde observatorios tales, con todo lo que ello comportaba en no pequeña parte de los casos, no es de extrañar que todo el sistema de valores en los que tal visión se suele sustentar y por ende aporta al individuo, le lleva a poner en vigor –en valor, se dice ahora- todo lo que aprendió de niño y de muchacho convencido de que lo estará haciendo bien si lo que intenta es volver a poner “las cosas en su sitio”.
De hacerlo así, de conseguir poner las cosas en su sitio, la peluquera vería reducido su nivel de ingresos y a sentirse empujada al abandono de la piscina del casino mientras que la modista, si acaso hubiese tenido veraneo, lo que ya sería tener, tendría que confortarse, a partir de ese momento, con tener tan solo veraneo. Y gracias. ¿Y estudios? ¿Qué es eso de que todo el mundo tuviese estudios superiores? Aquí, a la universidad, deberemos continuar yendo los de siempre. Así que fuera becas, arriba tasas, y al menos cien mil alumnos con posibilidades tendrán que dejar sitio a la gentes con posibles.
Son todos estos ejemplos, los de aquellos y estos tiempos, bastante burdos, es verdad, e incluso si se quiere también con bastante mala baba, pero que pueden explicar medianamente bien la convicción profunda que tienen quienes nos han estado gobernando de que lo han hecho a las mil y una maravillas, evitando rescates y salvando el país de una debacle, después de haber estado aplicando su propio sistema de valores, los principios con los que fueron empujados a caminar por la vida, haciéndolo así cuando la vida es ya tan distinta de la que vivieron sus mayores que nada tiene que ver con la que disfruta o padece, según gustos y opciones, la mayoría de la población actual.
Nadie discute a nadie las buenas intenciones desarrolladas durante el ejercicio público o privado de cualquier función que afecte a la ciudadanía. En general, ningún médico equivoca el diagnóstico por afán de perjudicar al paciente que quiere salvar; ningún abogado pierde adrede el juicio que quiere ganar y todo gobernante, hablando de nuevo en general y en democracia, quiere hacerlo deliberadamente mal sino que pretende hacerlo rematadamente bien para continuar en el poder y conseguir la implantación del sistema de valores que, por ser el propio, considera el mejor de y para todos. Sin embargo no se gobierna solo con buenas intenciones. Es necesario algo más e incluso es preferible un sinvergüenza que gobierne bien a un santo varón que lo haga mal porque este irá al cielo de cabeza al tiempo que habrá mantenido un infierno para sus conciudadanos, mientras que aquel al cielo sin duda que no ha de ir, pero habrá mitigado el malvivir de las gentes transformándolo en algo más aceptable y digno.
Mariano Rajoy es, sin duda, una buena persona. Pero el paisaje que se contemplaba desde la terraza del Casino y desde las ventanas del Palacio de Justicia de Pontevedra no tienen ya mucho que ver, afortunadamente, con el que la ciudad ofrece hoy. Todo ha cambiado. A unos les parecerá que a mejor, que a peor a otros y, nuevos tiempos reclaman nuevos modos en el ejercicio del gobierno de las gentes. Ojalá que quienes nos gobiernen, sean estos quienes sean, acierten a la hora de encontrarlos.

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