Opinión

Del cerebro a las trompas de Falopio

El abuelo de Pérez Reverte nació en el siglo XIX; el mío también, en 1870, y también me dio pautas de comportamiento que todavía conservo. Algunas de ellas algo sometidas a revisión, si bien es cierto; por ejemplo, el de Don Arturo le indicó a él la conveniencia de subir las escaleras detrás de las señoras -por si le fallaban los tacones, se venían abajo y uno siempre podría intentar recogerlas en sus varoniles brazos- mientras que el mío debió de revisar la norma, a la altura de los años cincuenta del pasado siglo, de forma que sugirió la conveniencia de hacerlo dos o tres peldaños por delante de ellas y del lado contrario al del pasamanos, para evitar que ellas sintiesen observadas mientras las subían y el rendido galán, dispuesto siempre a recogerlas con presteza (y con premura) no les quitaba ojo de sus hermosas y casi siempre sugerentes pantorrillas.
Debo reconocer que, entonces, mi abuelo ya estaba mayor y ni que decir tiene que en condiciones poco propicias ni siquiera para recoger del suelo un pañuelito de seda; mucho  menos una señora en brazos por muy en sazón que estuviese la dama. Con todo, aún era capaz de subirse a un mulo, llamado Perico, con el que transitaba por los montes circundantes de Allariz en busca de las casas de los enfermos que atendía. Lo hizo hasta los ochenta años de su edad, fecha en la que sus hijos decidieron apearlo de la mula, dicho sea así para no tener que mentar la burra; algo que mi abuelo nunca merecería  tratándose de él. Yo también admiré mucho a mi abuelo. Todavía, a la altura de mi edad y a las de mis hermanos y primos, sus nietos todos, veneramos su memoria.
Cuando yo era de obra de siete u ocho años, un día, sentado él a la mesa de su consulta, me sentó en sus rodillas y dibujando el esquema de una vagina con sus correspondientes Trompas de Falopio, me dijo que iba a explicarme cómo se llegaba a la vida. Le respondí que eso ya me lo había explicado mi padre, exactamente con el mismo dibujo. Entonces él, sin inmutarse, cambió de tercio. Echó mano de una calavera que tenía sobre su mesa de consulta. En aquel tiempo todavía algunos médicos siempre tenían una a mano así dispuesta. Lo hacían tanto para recordar que su profesión siempre estaría dedicada al fracaso y que, por lo tanto, nada de soberbia en el trato con el enfermo, como para indicarle a este que quien nace siempre muere y que de lo que se trata es de retrasar el trance.
Así cogió mi abuelo la calavera, les decía, y me respondió que, dado que mi padre ya me había explicado cómo se llega a la vida, él, me iba a explicar cómo y por qué se transitaba y se salía de ella. Empezó señalándole una fisura craneal que, si me permitiese levantarla, me iba a ofrecer la vista de un cerebro que… El caso es que entendí mejor lo de las Trompas de Falopio. Entonces los abuelos podían ser así, como el de Pérez Reverte o como el mío, con independencia de su condición u oficio, de su origen y circunstancia.
El otro día, cuando supe de las indicaciones del abuelo del escritor cartagenero, me enteré también de que a Pérez Reverte le habían llamado machista. Lo hizo una señora a la que él le cedió el paso según iba a entrar en una librería. Lo contó en la colaboración semanal que mantiene en uno de esos suplementos dominicales, llenos de publicidad y colorines, que nos regalan reportajes periodísticos y artículos literarios con los que entretener esas horas de asueto que, al menos en principio, deben ser comunes a la mayoría de los mortales; pero que dejan de serlo en cuanto estos son marinos, médicos o militares e incluso escritores sin ninguna otra autoridad sobre ellos que la propia; ya saben, ningún otro peor jefe que el que puedas  resultar ser tu de ti mismo.
Eso mismo que cuenta Pérez Reverte me sucedió a mí en 1967, en Nueva York,  siendo yo marino y pretendiendo entrar en una cafetería llamada Kristal perteneciente a una cadena de ellas, a la sazón existente, no sé hoy. Le cedí el paso a tres doncellas –lo digo porque, en el recuerdo, se me ofrecen como tres vírgenes necias de las del pórtico de la catedral de Colonia- y la emprendieron a bolsazos con mi muy humilde arquitectura.
Confieso que les dije que lo mío era pura y simple buena educación y, acto seguido, entré delante de ellas y cerré la puerta de modo que pude haberle dado con ella en las narices a cualquiera de las tres. Ignoro lo que hubiera opinado mi abuelo y me imagino lo que diría de mi el de Pérez Reverte. Pero confieso que no me siento orgulloso de mi hazaña pese a que, de modo afortunado, no fracturé ningún apéndice nasal de tan aguerridas amazonas. Hoy, públicamente confesada mi culpa, podré sentirme ya liberado de ella. Cosas de la educación recibida, probablemente.

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