Opinión

Casares y Torrente, Torrente y Casares

El jueves pasado hablamos aquí de los artículos escritos por Carlos Casares durante los meses de agosto de entre 1997 y 2001, que acaban de ser reeditados, ahora en forma de libro, de modo que al releerlos brotó la evocación que algunos de ustedes habrán leído el otro día.
La cereza es un fruto brillante, amargo y dulce, que nunca viene sola. Su sabor se enreda en la memoria y lo hace de tal forma que uno no es capaz de sustraerse a ella si su sabor es el de la evocación del recuerdo amable; es decir, del recuerdo de sabor dulce, olvidado que fue el amargo, pues al fin y al cabo somos lo que nuestros recuerdos nos empujan a ser y mejor es olvidar los malos, para no serlo uno y sentirse bien y en conformidad con uno mismo. Así que regresemos hoy, una vez más, a los agostos de Casares.
Durante ellos, durante sus agostos, mantenía abierta una tertulia con Torrente Ballester en el entresuelo ocupado por una cafetería de Bayona a la que asistí en un par de ocasiones o tres. No más, si bien recuerdo. Acudir allí, desde Pontevedra, era un coñazo. Ni había autopista, ni había aparcamiento; de modo que me resultaba más cómodo acudir a Vilariño o hacerlo a la Ramallosa, a casa de uno o a la de otro, pero no ya en aquellos años de los que habla Casares en estos artículos.
A Torrente y a Casares los presenté yo, que traté al primero desde el año sesenta y siete del pasado siglo. Lo hice con intensidad hasta el ochenta y siete; luego, mi primera separación matrimonial enfrió algo, diría que bastante, nuestra amistad y ya solo en un par de ocasiones vino él a mi casa. Torrente murió en loor de progresismo y democracia pero, en los temas esenciales, en el del aborto o en el del matrimonio, por ejemplo, era más bien algo carpetovetónico de más. O a esa conclusión llegué yo que, no por ello, dejé de sentir afecto por él y admiración por su obra de tal modo que tuve la humorada de traducir al gallego una de sus novelas, “La isla de los jacintos cortados”, nada menos. Desde entonces alabo y venero el trabajo de los traductores. Pero sigo opinando que es preferible un mal divorcio a una buena concubina.
Casares y Torrente, Torrente y Casares, llegaron a ser muy buenos amigos. Entre Don Gonzalo y yo, ya en épocas difíciles para mi, incorporamos a Carlos a las comidas que Elena Quiroga daba en su pazo de Nigrán todos los veranos. Pero eso no toca hoy. Hoy toca que fui yo quien propició la profunda amistad que se profesaron ambos.
Por su parte fue Carlos quien me presentó a Camilo José Cela. Había quedado con él en un hotel de Vigo y me empujó a acudir con él a la cita, algo a lo que yo me mostré muy reacio pues no me gustaba la imagen pública del padronés. Carlos insistió y terminé accediendo para encontrarme con alguien que, en el trato cercano, no tenía nada que ver con la imagen que de él nos daba la prensa; por decirlo rápido, Cela no murió en loor ni de democracia, ni de progresismo, pero en los temas esenciales, el padronés, profesaba ambos conceptos en mayor cantidad y frecuencia que el ferrolano. 
Es curioso como se establecen, cambian, mudan, vuelven o no regresan nunca las buenas y las malas famas de las gentes que alcanzan alguna significación pública. A Torrente y a Saramago, de quien fui igualmente amigo, también los presenté yo. Fue en ocasión de un debate entre los dos, celebrado que fue en el compostelano Hostal de los Reyes Católicos, en el que ejercí de moderador, o de conductor como se dice ahora. No tenían nada que ver, al menos en principio aunque los dos provenían de las filas de dos totalitarismos, pero llegaron a ser muy amigos. Yo creo que más Saramago de Torrente que este de él. Saramago admiraba profunda y sinceramente la obra de Torrente; sin embargo, nunca le oí a este proclamar ni su admiración, ni emitir elogio alguno acerca de la obra del portugués que, además de excelente novelista, el de “Memorial do convento” o “O ano da morte de Ricardo Reis”, por ejemplo, fue una extraordinaria buena persona, amigo de sus amigos, incapaz de reprimir o guardarse en el coleto un elogio referido a la obra de un colega.
Casares tampoco ocultó nunca su admiración por Torrente y murió convencido de que el ferrolano merecía el Nobel, algo que yo comparto. Por mi parte creo que Cela y Saramago se merecieron ganarlo y que estuvo muy bien que lo consiguiesen. A Casares no me hubiese parecido mal que se lo hubiesen dado. Me hubiese alegrado sinceramente, tanto como él lo hizo cuando le dieron a “El Griffon” el Nacional de Literatura, por lo menos. Al fin y al cabo estamos hablando de tres escritores gallegos y de un portugués, que casi viene siendo lo mismo; aunque no pocos portugueses, tantas veces, pretendan ignorarlo. En fin, que estas evocaciones son las que nos traen “Los agostos de Casares”, ese libro cuya lectura recobra “la alegría de leer”. Feliz fin de verano.

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