Opinión

Aprenda a distinguir a un sofista

Hasta que llegó Pericles e inauguró lo que hoy se conoce como su siglo, el Siglo de Pericles, el de la Grecia que asombró y todavía asombra al mundo, no estaba permitido que los ciudadanos griegos echasen mano de un abogado para sustanciar sus pleitos. Hasta entonces los jurados los componían gentes del común que estuviesen libres de culpa y mereciesen la credibilidad y el respeto de sus conciudadanos. Este jurado, conocido como Eliea y así configurado, solía tener más en cuenta la habilidad de cada uno de los intervinientes que, al carecer de abogados, tenían que defenderse a si mismos o a sus causas se diría que casi más con su capacidad de seducción que con sus argumentos a favor o en contra de la causa establecida. Solían ganar los que tuviesen más labia. Hasta que llegó Pericles y con él llegó Antifonte de Atenas.
Antifonte era un exiliado político que tuvo la feliz ocurrencia de abrir lo que se llamó una “tienda de consuelos”; algo así como la consulta de un psicólogo, o de un psiquiatra, en la que, únicamente con la fuerza de las palabras, se conseguía la liberación de cualquier tipo de sufrimiento. Aunque pueda sonar algo feo se podría decir que Antifonte ejerció de consolador durante unos cuantos años. Así fue hasta que decidió ampliar el negocio.
¿Cómo lo amplió? Pues empezando a redactar discursos de defensa y acusación para cualquiera que, teniendo que acudir a los tribunales, recurriese a él para que se los escribiese. Sus discursos, en un sentido o en otro, eran tan buenos y resultaban tan eficaces que en poco tiempo empezó a ser conocido como “el cocinero de discursos” Excusado es advertir que cobraba por cada uno de sus discursos y que, en la factura correspondiente, incluía el coste de un curso de formación acelerada en oratoria. La mayoría de sus clientes eran analfabetos y necesitaban memorizar y declamar debidamente tales textos y el tío no perdonaba una peseta; es decir, un dracma, si es que así se llamaba la moneda de plata que Pericles acuño en su tiempo.
 Los logógrafos, pues así fueron llamados al princi    

pio, llegaron a ser tan insustituibles que tuvieron que ser reconocidos por los tribunales. Más tarde se les llamó sofistas. Ya saben que sofía significa, en griego, sabiduría y que ser sofista equivalía a tener una especie de know how, a poseer un buen y sólido conocimiento de una facultad determinada. Más tarde, sofista empezó a significar otra cosa. Jenofonte, por ejemplo, los puso a caldo. Escribió que “son llamados sofistas unos hombres que se prostituyen y que por dinero venden su propia sabiduría a quien se la pide: ellos hablan para engañar y escriben por la ganancia y no ayudan a nadie en nada”. Fue así como nacieron los abogados.
Todo esto se cuenta mucho mejor de lo que yo acabo de hacerlo en un libro que se me antoja impagable y que acabo de recuperar después de casi treinta años de haberlo perdido de vista. ¿Qué libro es? El que escribió el napolitano Luciano de Crescenzo y fue publicado en dos volúmenes creo recordar que por Seix Barral. Ahora yo acabo de hacerme con el primero de ello, editado por Círculo de Lectores titulado “Los presocráticos”.
Me he puesto a releerlo tan pronto como tuve un respiro y producto de esa relectura es esto que les acabo de contar a ustedes a fin de poder llegar a este momento en el que, juntos, ustedes y yo, nos preguntemos por los considerados sofistas actuales. No por los abogados, que bastante tienen con padecer cupo de exclusión celestial, es decir, de no ir todos ellos al cielo, sino más bien al contrario, pero sí por los sofistas que, a sueldo, se convierten defensores de causas perdidas o injustas y hacen buena la otra definición de sofisma que nos enseñaron en el fenecido bachillerato, plan de 1953: argumento falso o capcioso, también llamado aporema, o argucia, que se pretende hacer pasar por verdadero.
¿Somos capaces, la mayoría de nosotros, de distinguir a un sofista de otro que no lo es? ¿Nos encontramos en condiciones, también la mayoría de nosotros, de descubrir a esa peste que invade las tertulias y las columnas periodísticas? Es probable que no. Posible claro que es posible. Pero se nos ha adormecido, sabiamente, la capacidad de ser el Jenofonte que, en mayor o en menor medida, llevamos todos dentro. Por eso, ahora que es verano y no hay nada mejor que hacer, dediquemos unas horas, media al día o incluso menos, a la caza del sofisma, o incluso del sofista, en los que antaño se llamaban medios de comunicación masiva y ahora son conocidos simplemente como medios. Será un sano ejercicio de reflexión que no implicará que lleguemos a la conclusión de que no hemos descubierto ninguno. Pero mientras pensaremos. Y eso es algo que últimamente hacemos todos poco.

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