El reportero se movía entre los pequeños como un náufrago en una bañera. Al tiempo que se abría paso, seguido por la profesora del aula, preguntaba por los encargos a Papá Noel y a los Reyes Magos. Después de un tropiezo cambió de temática para hacer el reportaje más ameno, aunque no menos tópico. El alumnado andaría por los cinco o seis años y ante el micrófono la mayoría de los chicos mostró sus preferencias por hacer las carreras de Ronaldo o de Messi, para las que no es necesario pisar la Universidad. Ellas parecían más pragmáticas y se inclinaban por el oficio de enseñar o por la veterinaria. Sin embargo hubo una que rompió la uniformidad. Con absoluta firmeza y resolución, claridad y decisión, espetó:
-De mayor, o a lo mejor antes, yo voy a hacer castings para ser famosa.
-¿Una científica famosa, una escritora genial, una deportista de fama…? –interrogó el periodista tratando de reconducir el tema.
-¡No! Famosa de la tele, de los programas del corazón… No hay que estudiar y se gana mucho dinero.
Tomando las respuestas como hitos graciosos en tiempos de paz y fiestas concluyó el reportaje. Sin embargo la anécdota, que no figurará en los informes PISA, ofrece una imagen aterradora de la influencia de la comunicación audiovisual en nuestros hijos y nietos. En la uniformidad que estamos propiciando al dejar la cultura en manos de no sabemos que fenómenos, capaces de convertir a Bob Esponja en un mito para perdedores, o a los Pokemon en símbolos de la competición evolutiva capaz de cautivar no solo a los pequeños, sino también a toda la familia. En el triunfo de la simple competitividad y la gloria efímera sobre el esfuerzo y el conocimiento.
No he dicho nada nuevo, ni me he escurrido del tópico. Y, si me lo pidieran, sería incapaz de aportar una sola solución, ni teórica ni práctica. Ese pequeño reportaje, y la contestación de la niña como guinda, me devolvió al miedo de sentirme a las puertas de una civilización en peligro de extinción. No digo que vayamos a desaparecer como especie. Digo que el sentido civilizador del que venimos está feneciendo en medio de una gran fiesta y la borrachera de la globalización. Y no es nuevo el síntoma.
Hace unas semanas leí unas reflexiones de Stefan Zweig, escritas entre las dos grandes guerras, en las que se sorprendía y dolía por la creciente “monotonización” del mundo. Su queja contra el infortunio es gemela de cuantas hoy podamos hacer contra los males de la globalización. Es más, a mí me supieron a precedente de la homogeneización de lo obvio que empezó a fraguarse después de la Segunda Guerra Mundial. Esa misma que ha logrado aturdir los cerebros hasta considerar un logro social el alcanzar la fama como producto de la nada. O la gloria y la fortuna desmesuradas por nacer con la habilidad de dar patadas a un balón. Nunca he sido conspiranoide, pero hay días y programas de tv. que me obligan a sentirme víctima de algún gran hermano.