Opinión

Humor gallego

Es posible que del humor gallego, del llamado humor gallego, no se pueda afirmar lo mismo que del humor inglés, es decir, que no  existe, que lo que sucede es que los ingleses son así y eso es lo que nos hace gracia. En ayuda de mi sospecha se puede traer a cuento el humor irlandés, que al parecer no solo no existe sino que a los ingleses no les hace la menor gracia. Resulta que los irlandeses son así y eso, precisamente eso, es lo que no les gusta a los ingleses. Pues exactamente eso es lo que estoy convencido que nos sucede a los gallegos: que somos así y eso, a la gente de por ahí abajo, no solo no les hace gracia sino que incluso les molesta bastante. Recuerden, en beneficio de mi sospecha, los exabruptos de aquella eminencia que incluso dirigió un ministerio y se llamó Magdalena; o los de aquella otra lumbrera que fundó un partido para ella solita y se llamó o llama Rosa, rosita rosa,  por no poner en danza los nombres y apellidos de nadie o por no señalar con el dedo las privilegiadas cabezas que han tenido a bien distinguirnos, a nosotros los gallegos, con epítetos y calificaciones de toda condición y clase.  
Viene a cuento todo esto de un titular leído hace unos días en un periódico del país, no en El País pues, disimúlenme la ironía, este es un periódico serio y no trata de estas cosas, sino en otro que es de por aquí y sí suele hablar de ellas. Decía el titular que "ciento once mil autónomos gallegos cobrarán pensiones míseras por haber cotizado lo mínimo"... o algo así. Digo "algo así" por si no lo recuerdo con exactitud aunque esté convencido de que, al menos, lo haga con un mínimo reflejo, con un mínimo rigor exigible respecto de lo que el titular aseguraba. 
Una vez que lo leí se me disparó el automático y ya me puse a cismar en todo cuanto el titular podría sugerirle a mentes como la de Magdalena Álvarez, Rosa Díez o tantas otras y floridas damas de la intelligentsia patria. No los voy a reproducir. No lo haré tanto por respeto a nosotros, a nosotros los gallegos, como por respeto a ellas. Sería gravísimo quedarse corto y hacerlas pasar por inteligentes. El  caso es que si; que sí es muy posible que los gallegos procuremos pagar bajas cotizaciones. Pero que la causa quizá no sea la debida a una mísera condición nuestra sino a realidades de mayor enjundia y aun más perversos ejemplos que, ya es curioso, no nos hacen la más mínima gracia.
A la condición laboral que en otros ámbitos, en los de "los países de nuestro entorno", se le suele denominar como servidores públicos, porque eso es lo que son y no otra cosa, aquí, muy por el contrario, estamos acostumbrados a llamarles funcionarios. Los llamamos así sin caer en la cuenta de que la semántica es la semántica y de que, así bautizados, estos van a tender a la indolencia dando por hecho que funcionario es el que funciona, el que funge, por el mero hecho de serlo y que, en ello, se reduce y condensa todo. De esta aparentemente simple consideración deriva el convencimiento colectivo de que han de ser los ciudadanos los que estén al servicio de ellos y no al revés: ellos al servicio de la ciudadanía. Este convencimiento, una vez aplicado a los funcionarios interinos o eventuales, que no otra cosa vienen siendo los políticos, ha derivado en una verdad que es realmente perversa: El Estado no es un instrumento del que se dota la ciudadanía para ser servida por él sino que han de ser los ciudadanos los que lo sirvan a él, al instrumento, a ese aparato estatal abominable una vez así entendido. 
Por eso las pensiones, en vez de ser la devolución de parte de un dinero que el ciudadano le fue entregando al Estado todo lo largo de tu vida, es un generoso regalito que este le hace a él según y cómo; por ejemplo, si cotizó al máximo durante treinta y cinco años y al mínimo durante los ocho o los quince últimos, una ley, promulgada por los funcionarios eventuales, podrá liquidarle su "pensión" de acuerdo a esas cotizaciones últimas olvidándose del porcentaje máximo y proporcional a lo cotizado durante los anteriores treinta y cinco. Además seguirá aplicándole el IRPF por mucho que ya lo haya estado pagando durante los cuarenta y tres años de cotización generadores de la pensión, irrespetuosa con lo acordado, que ha estado pagando como un bendito.
Ciento once mil gallegos autónomos cobrarán pensiones míseras y lo harán, por unas razones unos, por otras razones otros, hasta completar un mosaico en el que la desconfianza hacia el rigor y la seriedad del Estado y de quienes lo tienen apresado entre sus manos afecte a todos y a cada uno de los así pensionados. No es la condición de gallego, como afirmará más de un estólido, la que les hizo cotizar al mínimo durante tantos años sino más bien el conocimiento de la real condición del Estado el que generó tal cautela en no pocas de las ocasiones.
¿Cuántas personas cotizan como autónomos mientras trabajan en grandes empresas que optan por tenerlas aseguradas de este modo, que tienen que pagar ellas, una vez que han firmado contratos por un par de horas diarias para sin embargo tener que trabajar diez o doce o catorce? No es que los gallegos seamos como alguna gente sugiere. Es que esto es un cachondeo generalizado, tanto que ya hay ayuntamientos que premian con sobresueldos a los "funcionarios" que acuden a trabajar y cumplen estrictamente con el horario laboral. Mientras el Estado legisla pensiones obscenas para quienes hayan ocupado un escaño tal y como sucede si ese escaño es en Madrid o en las autonomías. No en la nuestra, precisamente, quizá porque los gallegos somos así y, claro, así nos va en el conjunto de este Estado que queremos de naciones y que en realidad es de gorrones.

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