Opinión

Escepticismo como higiene mental

Hace tiempo que no escribo nada acerca de Thoreau, de Henry David Thoreau, ciudadano que fue de Massachusetts desde que nació, en Concord, allá por 1817, hasta que cesó en el cargo en 1862; breve paso el suyo por la condición de habitante de este pequeño planeta-nave en el que navegamos por espacios siderales creyéndonos el ojo de Dios, cuando ni siquiera alcanzamos la condición de grano.
En realidad, aquí, no hablé nunca de él; o al menos no recuerdo haberlo hecho. Pero sin duda que sí lo hice en alguno de los periódicos en los que mi firma ha permanecido durante años y años porque lo cierto es que, eso que los futboleros denominan “fidelidad a mis colores” es, en mi caso y pese a toda opinión en contra, algo muy relacionable con los matrimonios que he contraído y con los periódicos en los que he escrito: suele durar alrededor de veinte años. Ya me dirán ustedes si eso es fidelidad o no.
Hablábamos de Thoreau. Vuelve a estar de moda. Vuelve a estarlo, ahora, cuando tanta gente quiere regresar al campo y vivir en soledad como si la soledad solo fuese posible en él. Ya me dirán ustedes. Por mi parte, puedo adelantarles que llevo casi treinta años viviendo así y que solo ahora empiezan a cercar la mía unas construcciones que, la verdad y al menos de momento, no me restan ninguna intimidad, ni siquiera una mínima parte de mi privacidad.
A lo largo de estos treinta años mis días han transcurrido en esa soledad que la gente tanto cree tener en la pantalla de su ordenador personal. Ingenuos. La mía está compartida, de enero a enero, con los mirlos que me acaban con las cerezas, las oropéndolas que no me dejan un higo, las glicinias que florecen según se alejan las heladas, el ulular de las lechuzas o el alto vuelo de las golondrinas y, aun no hace mucho, por los zorros que por la noche merodeaban detrás de los muros que me rodean y volvían locos a los perros, pues en esta casa nunca ha habido menos de cuatro. Ahora hay tres y un cuarto, porque el último en llegar abulta lo que el rabo de cualquiera de los otros tres. Incluso hay canarios dueños de varios trinos e incapaces, al menos este año, de sacar adelante a sus crías pues se les van muriendo todas. En cambio, una pareja de colirrubios pardales han sacado adelante, en un nido construido sobre la viga de un alpendre, una nidada de cinco crías que ya han volado cediéndoles el espacio a otros. Ah, y ayer encontré una vacaloura, otros le llaman escornabois. La tengo dentro de un frasco y acabaré soltándola cerca de algún carballo de los que protegen esta casa de los vientos del sur que son los que aquí suelen traer los temporales. ¿Soledad, la mía? Ya ven que no. ¡Ah, y por las noches viene mi mujer!
Solos, lo que se dice solos, están aquellos que encierran su mirada en la pequeña pantalla de su móvil o en las más grandes de sus ordenadores asomados que están en ellas a las ventanas que les abren en Facebook, en Google o en Twitter para que dialoguen consigo mismos creyéndose que lo están haciendo con el universo-mundo… Paulatinamente, esas ventanas, empiezan a ofrecer paisajes ricos en aquellos frutos que consciente o inconscientemente apetecemos. Automóviles de esta o de aquella marca, prendas de vestir, zapatos increíbles, aparatos de gimnasia, cadenas de plegarias, recolectas de dinero para este o aquel niño enfermo vampirizado por unos padres ávidos, lavados de conciencias en la mayoría de los casos, y la autocomplacencia de verse contemplando en un espejo que implicará el obsecuente comentario de los tuyos: guapo, te dirán, tía estupenda cantarán alborozados, de modo que todos nos lo creamos sin percatarnos nunca de que, después del halago, seguiremos estando solos y vacios, mucho más vacios que antes. Internet es, curiosamente, una ventana abierta a la soledad.
Confieso que he sido un lector bastante atento de Thoreau. Lo que pasa es que me sucede con él lo que me pasa casi siempre con todo. Llegado un punto, empiezo a buscarle las cosquillas de modo que confieso lamentable y casi siempre acabo por encontrárselas, o al menos creyendo que lo he hecho. Estarán ustedes de acuerdo conmigo en que el escepticismo sea considerado como una especie de higiene mental, siempre tan necesaria y que eso sea lo que a mí me pasa con todos o con casi todos los credos que se van poniendo, sucesiva y progresivamente en boga, Thoreau entre ellos cuando escribe que “cada uno o dos días, me dirigía a la ciudad para escuchar los chismorreos que allí corren incesantemente, (…) y que tomados en dosis homeopáticas resultan tan relajantes como el susurro del viento entre las hojas o el croar de las ranas”. No sé si tal afirmación deberá ser incorporada a mi credo particular sobre este tipo de cuestiones. Creo que no. Menos si añade que “no es hasta que hemos perdido el mundo de vista que empezamos a encontrarnos a nosotros mismos, a darnos cuenta de en dónde estamos”. Lo digo porque este tipo de divagaciones me recuerdan las propias de nuestros actuales podemitas, develadores y consumidores de bebidas carbónicas, savonarolas de ajenas conductas del mismo modo que lo son los de la liga antialcohólica que se emborrachan en el anonimato; así que no sé si ahora, gracias a Thoreau, será posible repicar y estar en la procesión, chiflar y capar la burra, ni asomados a Internet, ni a la ventana que da al campo. Todo es ya otra cosa.

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