Opinión

Los “Miñatos de vrao”

Cuando uno se descalza y se quita los calcetines es posible que estos queden con el dibujo del revés; es decir, de manera que, si vuelves a vestirlos, queden con él en contacto con tu piel en vez de mostrando sus colores a quien tenga el humor de espiarte las canillas. 
Pienso en estas vaguedades en cada oportunidad en la que la palabra Japón surge en las conversaciones mantenidas entre amigos a propósito de cualquier motivo que lo propicie. Un viaje o el comentario sobre un libro; yo que sé, sobre Murakami, por ejemplo, tan caro a Jaureguizar; una referencia a Mishima el suicida, que vivió en un convento de monjas que visité en su día; la lectura de un haiku que evoque la tumba de Mastmo Basho en la cumbre del Koya Sam, en la que yacen los emperadores y los poetas y de la que yo me traje un arbolito que crece, mal que bien, en la huerta de mi casa; todo ello, hace que piense en el puñetero calcetín dado la vuelta.
Como ese calcetín advertí yo que mi sentir y mi pensar estaban procediendo la primera vez que me vi en Japón y caí o creí caer en la cuenta de que no valdría de nada intentar recomponerlo “a la occidental”, es decir, volviendo a darle la vuelta, si quería entender algo de lo que allí empezaba a ver. El suyo, el de los japoneses, es otro universo tan distinto y tan distante del nuestro que merece la pena adentrarse en él aunque después sea ya imposible darle de nuevo la bendita vuelta al maldito calcetín. Pero debes hacerlo si lo que pretendes es regresar a tu mundo.
En realidad no sé porque empecé escribiendo sobre el Japón y el calcetín, habiendo tal cantidad de cosas sobre las que poder hacerlo. Será, digo yo, debido a que por aquí, por Laias, florecen las camelias con una fuerza tardía e inusitada que hace que sus colores sean de un vigor increíble, de un fulgor como de llama, en el caso de las que son rojas, las más abundantes e increíbles, las más hermosas de por aquí, todo a lo largo de la ribera del Miño.
La primavera tiene estas cosas de las flores y el espíritu. Hoy vino mi hermano a mitigar mi encierro siquiera en unas horas y recorrimos esa ribera, caminando en medio de amieiros y sobreiras, de carballos y del desaparecido amarillo de las acacias cuyos aromas todavía ocupan los espacios próximos a ellas, flotando en el aire, como hacen los milanos y otras aves que se ciernen así sobre sus presas antes de descender presurosas a encontrarse con ellas y llevárselas.
Los milanos. ¿Alguien de los orensanos se acuerda del Maestro Vide? Yo lo recuerdo, pequeño y suave de ademanes como un niño de coro, o como un japonés de andar suave y no sé si reposado, yendo camino del Instituto del Posío. Hasta creo que daba clases de música a las chicas, en el piso de arriba, pero no estoy de ello muy seguro. 
Si recuerdo en cambio un cartel que anunciaba, precisamente, los milanos del verano, “Miñatos de vrao”, ese era el título de una zarzuela suya, campante en un cartel que me pareció un milagro del invierno al verlo en la entrada de una librería entonces existente antes de llegar a la iglesia de la Trinidad, al final de calle de Colón, y en la de una zapatería, que había enfrente del museo arqueológico, regentada entonces, no sé si también después, por el padre de una moza qu habría de ser ministra y, probablemente, entonces aún no habría nacido.
¡Miñatos de vrao! Así, con un par, en gallego; en gallego que hoy no sería allá muy normativo pero tan real como los milanos y sus vuelos sobre el aire de las mimosas y los arces, también de los pradairos que en castellano se llaman falsos plátanos, así que mejor regresemos a las flores. Por aquí todo va muy adelantado. Las higueras ya dejan asomar sus hojas primeras, las que son como orejas de murciélago o de ratón -así asomaron también las de las higueras- mientras las glicinias dejan asomar ya su color de Semana Santa, no sé si morado o violeta, pero tan hermoso como el perfume que desprenden.
No es así por el resto de Galicia que yo visito con frecuencia, cuando huyo de este retiro y me acerco a Compostela, antes de asomarme a la Amaía, a ese valle antaño prodigioso y hoy tan urbanizado que ya poco conserva de aquella su hermosura elemental y primigenia. El mundo, como los calcetines y la mente en el Japón, está dando la vuelta sin que apenas tengamos exacta consciencia de su alcance. Pero así es.
Y mientras tanto ya nadie escribe zarzuelas en gallego. El otro día me contaban como alguien insertado en la cultura musical gallega y universal, le argumentó a un preboste de la cosa estando en trance de solicitud de ayuda a los comunes esfuerzos y desvelos de una melómana asociación, que una función de ópera puede ser tan sublime, al menos, como un cocido de Lalín. Me lo contó Chema Paz Gago, que es de Celanova, enseña teoría de la literatura y literatura comparada en la universidad coruñesa y escribe libros que hablan de Literatura y Moda y le abren las puertas del universo-mundo por el que el transita llevando el nombre de Galicia.
Más deporte y menos latín, fue la consigna de Solís Ruiz, aquella fría sonrisa del régimen la suya, gobernador civil que fue de Pontevedra, y “menos cocido y más ópera” pudiera ser la que nosotros enarbolásemos, ahora, cuando nuestra cultura más propia esta siendo un cocido mal condimentado, un amoado de empanada no muy atrevido, una zaragallada que le dicen en Compostela y en esta oportunidad viene más al caso en tanto que recuerda otra expresión que quizá le viniese más a cuento. La del maldito calcetín del que veníamos hablando y que se nos está volviendo nipón que está dándosenos la vuelta y escurriéndosenos debajo del pie, dentro del zapato.

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