Opinión

La invitación

Después de abandonar las playas de Sanxenxo, don Juan Carlos I, primer rey emérito de España, se pasea inquieto por las salas de palacio, de un lugar a otro, del despacho al sofá, del balcón al jardín y vuelta empezar después de preguntar al ayuda de cámara:
-¿Ha llegado?
-No, majestad.
“El rey no tiene quien le escriba”, piensa el docto mayordomo al observar la situación. 


La escena se va cargando de incomodidad a medida que pasan los minutos y el grande de España decide deshacerse de la chaqueta, de la corbata, pedir las zapatillas y cambiar el bastón de salir por el cayado de andar por casa. Ya tiene la certeza de no estar invitado a su cuarenta aniversario de democratizador del reino, después de una larga dictadura con otras cuatro significativas décadas.


-¡Cuarenta sobre cuarenta, vaya juego! –exclama el monarca sin corona y enciende el televisor para ver su cumpleaños, al que no ha sido invitado.
Allí, en el hemiciclo del Parlamento están casi todos los protagonistas menos su amigo Adolfo Suárez, tampoco el inteligente Santiago Carrillo, ni la potente Pasionaria, ni el testarudo Manuel Fraga, ni el valiente Gutiérrez Mellado, ni el luchador Marcelino Camacho… Pero puede ver al audaz Alfonso Guerra, al sabio Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, y a Miquel Roca cambiando impresiones con uno de esos separatistas de nuevo cuño. En la tribuna observa a Felipe González (“qué gran político, qué gran servicio hizo a la historia”, piensa) al lado de Aznar (prefiere no hacer caso a su propio pensamiento) y se alegra de que la rivalidad política de su reinado tuviera sentido de Estado por encima de las pugnas ideológicas. 


El discurso de Felipe VI, su hijo querido, le parece redondo, bien dicho, bien enfatizado, valiente con la condena de la dictadura, digno deudor de la transición y capaz de advertir de los peligros de la convulsión política que estamos viviendo. Cuando concluye el Rey, tiene la tentación de sumar su aplauso de padre y ciudadano a los del hemiciclo. 
Y aplaude en solitario observando las imágenes de esos jóvenes diputados radicales que no lo hacen. Que a su juicio, además de desconocer la historia se niegan a aceptar que son hijos y beneficiarios de ella. De esa transición y de estas cuatro décadas de libertad (¿También libertinaje? Es posible, toda época tiene sus garbanzos negros).Reflexiona sobre las actitudes de esos grupos antisistema metidos en el engranaje del sistema, sobre sus contradicciones y, especialmente, sobre su dependencia de la búsqueda de fotosdiferenciadoras, sin percatarse de que ya son otra piezamás de la farsa, del espectáculo total. 
Apaga el televisor cuando suena el teléfono. Responde y una voz le pregunta:
-¿Qué le ha parecido, majestad?
-Bien, muy bien. Pero no llegó la invitación. Hoy he empezado a estar muerto.
 

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