Opinión

La broma que no lo era

Sospecho que el independentismo catalán nunca supuso que los tribunales de Justicia gestionaran los resultados de su causa con el rigor con que lo han hecho. La espoleta que obligo a judicializar un movimiento de carácter político procede del bando independentista, pero esa sensación del todo vale que ha podido sospechar el separatismo no se correspondía en realidad con el ánimo y la obligación de los funcionarios de Justicia, a los que los políticos secesionistas  valoraron en muy poco y a los que supusieron tímidos y empequeñecidos por la dimensión y magnitud del desafío. Supusieron que no osarían  aplicar ley en todo su peso y jugaron a la anécdota como si esto fuera una broma o una juerga de amiguetes. Se tomaron a chufla las decisiones del Tribunal Constitucional, hicieron gala de desobediencia ante los mandatos del Supremo y nunca pensaron en que sus constantes humillaciones y desplantes tuvieran su apropiada respuesta en la Audiencia. Me recuerda mucho el comportamiento de personajes como Urdangarín al que su condición de esposo de una infanta le parecía suficiente credencial para que nadie osara tocarle un pelo de la cabeza.
Pero una infanta de España y su marido se han sentado en el banquillo descuajaringando la suposición de que la ley puede tentarse la ropa antes de aplicarse según a quienes. Me pregunto cómo creían los responsables de un golpe de Estado encubierto que podría acabar esto si el órdago al Estado de derecho no salía. Desde el primer momento las voces que sonaban en todas las instancias eran voces de advertencia. El fiscal general del Estado y el presidente del Constitucional expresaron en innumerables ocasiones la necesidad de que las fuerzas independentistas reflexionaran sobre la gravedad y el alcance de sus actos. A las admoniciones serias y expresas de la autoridad judicial se unieron las del propio presidente del Gobierno en el ámbito político: “nos van a obligar a aplicar medidas que no queremos” creo recordar que dijo Rajoy en determinados momentos. Hubo por tanto información clara y nítida de lo que podría suceder. Hasta que sucedió.
Hoy, los presos de Estremera y Soto, los imputados a los que los jueces esperan dentro de una semana y los prófugos en Bélgica sobre los que ya pende una orden de busca internacional, reflexionan desolados sobre su situación mientras sus seguidores los consideran presos políticos. No lo son porque en la democrática España del siglo XXI no caben presos políticos. Son  personajes que han despreciado las leyes, que han ninguneado y humillado a sus garantes y que se han encontrado de buenas a primeras con sus consecuencias porque han delinquido. Simplemente.

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