Opinión

La ausencia llamativa

La llamativa ausencia del rey emérito Juan Carlos I en el acto protocolario celebrado en el Congreso que recordó los cuarenta años de democracia, no ha dejado indiferente a una parte muy importante de la sociedad española que, aunque vieja y superada por los tiempos, no olvida la trascendental participación del monarca en el histórico hecho de la Transición que nos devolvió a los españoles la dignidad, la libertad, el compromiso, la reconciliación y en un aspecto meramente político y general, digamos que también la decencia. Un veterano comentarista parlamentario afirmaba ayer en su columna que esta decisión de apartar a uno de los personajes con más influencia y peso específico en el histórico proceso es como si  se hubiera celebrado un acto para conmemorar la batalla de Austerlitz y se hubiesen olvidado de invitar a Napoleón. Estoy completamente de acuerdo. Una cosa así.


Cada vez me interesa menos la política y aquellos que la practican. Su insufrible frivolidad, su escandalosa incultura, su permanente e inquietante discurso del quiero y no puedo, su frivolidad y su egolatría galopante han convertido el Hemiciclo en un auténtico circo donde no existe otra fórmula que la que se deriva de una común feria de las vanidades. Los diputados actuales raramente piensan en aquellos a los que representan y, en su inaguantable posición del culto a sí mismos, han desnudado de autenticidad y rigor el debate parlamentario. Hoy, los partidos con representación en las cámaras no dejan pasar un día sin montar su número particular y sin hacer del recinto un plató de televisión. Es todo tan falso, tan grosero y tan grotesco que muchos hemos decidido separarnos libremente de esta estúpida comedia y actuar por libre. A mis años he descubierto alborozado que existen muchas cosas en el exterior sumamente atractivas y reconfortantes que nada tienen que ver con esta reinterpretación de la política a la que se han abonado los nuevos representantes del pueblo soberano. Y que feliz soy.


Esa distancia me permite avergonzarme al comprobar cómo se ha eliminado de unas celebraciones que deberían ser jubilosas y libres de prejuicios, a una personalidad sin la cuál –y con independencia de errores evidentes cometidos con posterioridad- el proceso no se hubiera podido llevar a cabo. Me parece imperdonable y me convence todavía más de que lo que procede es decir que con su pan se lo coman.

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