Opinión

Dos horas leyendo la lista de la pesadilla

La verdad, pensaba no escribir esta víspera del acto de la 'desaparición oficial' de ETA en Cambo-les-Bains, sobre este tema: la indignación tras la lectura ayer del 'comunicado' de disolución, en el que la banda pretende haber hecho algo ¡positivo! por Euskadi, me llevó inicialmente a despreciar este acontecimiento, en el que los asesinos de ayer, y desde hace exactamente cincuenta años, pretenden convertir su rendición, sus hechos abominables y su fracaso en páginas gloriosas de la Historia. Luego, dediqué dos horas a leer la lista casi completa de las víctimas desde junio de 1968, cuando tirotearon al guardia civil José Paradinas: ni siquiera hay acuerdo completo sobre el número de asesinados, ya que unos hablan de 853, otros de 829, algunos de 823...
Demasiados nombres que enmarcan a personas de carne y hueso, demasiadas tragedias, un enorme lago de sangre, en todo caso. Entonces, al terminar de leer la lista, con una lágrima asomando por los ojos, decidí que sí, que sí iba a escribir sobre ellos. Sobre las víctimas, digo, claro está, no sobre los verdugos, a los que solamente deseo que sigan cociéndose en su miseria y, cuando toca, en las cárceles. Y en el más despectivo de los olvidos.
Para mí, la larga lista de ochocientos y tantos hombres, mujeres -¡y niños!- asesinados por la banda del horror tiene un idéntico valor en todos y cada uno de los casos: hay policías y guardias civiles, alcaldes, concejales, políticos, militares, gentes que pasaban por ahí, yo qué sé. Han matado a personas que llevaban mi mismo apellido, bastante común en el País Vasco, y a metros de la casa de mis abuelos en Amorebieta. Mataron, hace cuarenta años, a mi compañero periodista José María Portell. A algunos de los asesinados los conocí personalmente: Gregorio Ordóñez, o mi amigo Juan de Dios Doval de Mateo, tiroteado por un asesino por el delito de ser el delegado de Unión de Centro Democrático en San Sebastián. Lo mataron en octubre de 1980 y quince años después, cuando realicé un programa de televisión el día en el que mataron a Ordóñez, casi me desmayo cuando el hijo de Doval dijo ante las cámaras que hacía tiempo que veía pasear, ya en libertad, al verdugo de su padre.
Cómo olvidar todo esto. Cierto, he sentido la conmoción ante cada noticia, que iba rememorando, de asesinato, de secuestro, de heridos, de desaparecidos. Ochocientos y tantos. Pero cómo olvidar momentos especialmente angustiosos. Como aquel programa de radio, en el que yo participaba, en el que entrevistamos al recién elegido concejal de Rentería Manuel Zamarreño, que sustituía a su compañero y amigo José Luis Caso, que acababa de morir a manos de ETA: "sé que a mí también me van a matar", nos dijo, como si tal cosa, el flamante edil, "pero me sentía obligado a sustituir a José Luis en el cargo", concluyó Zamarreño, un hombre humilde, sincero y, claro, valiente. Los asesinos le dejaron vivir apenas 32 días más. De esto se cumplen veinte años el próximo mes de junio. Quizá su caso, u otros tantos, sirvió de inspiración a la gran novela de Fernando Aramburu 'Patria'.
También he vuelto a sentir hervir mi sangre al evocar aquella llamada de Fernando Buesa, invitándome a colocar una placa en la casa donde vivió, en Vitoria, el socialista Antonio Amat, sobre quien había yo escrito una novela. La llamada se produjo a mediados de febrero de 2000. ETA lo mató, junto a su escolta, una semana después. Los vecinos de la casa de Amat, atemorizados, se negaron inicialmente a colocar la placa, que ya quería ser también un homenaje al vicelehendakari asesinado. Porque eso, el miedo de tantos, el mío propio, ha sido el único logro de quienes querían sembrar el terror.
Sin duda, la historia de ETA hay que escribirla algún día no a través de los que fueron sus desalmados dirigentes, sino a través de sus víctimas, persona a persona, caso por caso. Jamás olvidaré tampoco aquella mañana de febrero de 1996 en la que habíamos acudido a hacer nuestro programa de radio en San Sebastián y, en una comandancia de la Ertzaintza, nos comunicaron que acababa de producirse el asesinato de Fernando Múgica, hermano de mi gran amigo Enrique. Fue un día tristísimo, de vendaval y tempestades.
No habría aquí, desde luego, espacio para tantas historias de héroes. Pero hoy, cuando ETA trata de glorificar su desaparición, no he podido evitar dedicar dos horas, nada más y nada menos que dos horas -merecen, claro, mucho más-, a este particular homenaje a nuestros caídos. Hipercor, el cuartel de Zaragoza, las imágenes horribles de los muertos -menos mal que pronto dejamos todos de publicarlas-, me han golpeado mucho más de lo que esperaba. Ellos, sus familias, sus cercanos, sí que han sufrido de verdad, mucho más que aquellos que experimentamos en algún momento el sobresalto tras el anuncio de alguien de Interior, que nos decía que estábamos siendo seguidos por los fanáticos.
No, hoy no es el día de andarse con victimismos ni relatos personales, ni de preguntarse por las muchas incógnitas que, incluyendo el paradero de Josu Ternera y su participación en aquellas negociaciones 'de paz', siembran de restos de misterio el largo, excesivamente largo, proceso que nos ha traído hasta aquí. Pido que esa gloriosa lista, dos horas para leerla completa, figure para siempre en algunas paredes prestigiosas. Y, desde luego, en nuestros corazones y en nuestros cerebros. Nunca más otro nombre ha de añadirse a la lista del horror.

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