Opinión

El hombre que dijo no

De un modo u otro, como si fuese el rabo desprendido de una lagartija, al fin y al cabo La Isla se dibujó en tiempos como un caimán barbudo, sigue coleando la actualidad surgida a partir del fallecimiento de Fidel Castro. También lo que algunos escribimos al respecto. Lo que escribimos hace más de un cuarto de siglo y se publicó en un libro, hoy inencontrable, titulado “Una conversación en La Habana” en el que se reproduce una larga conversación de casi nueve horas mantenida, por quien firma estas líneas, con el líder de la Revolución cubana. Pero también lo escrito hace unos días, el domingo pasado, en el que se hablaba de los logros y los fiascos del régimen castrista, de “el proyecto” como le llaman los cubanos. 
Daría de la impresión de que no supiésemos hablar más que bien o mal de cualquier asunto; o todavía peor, de que no sepamos entender y a admitir otra cosa distinta de lo que no coincida con nuestro propio modo de ver y de interpretar la realidad. El libro que aquí fue considerado por muchos como obsecuente con la figura de “El Comandante”, no fue distribuido en Cuba por ser considerado antirrevolucionario. Lo escrito aquí el domingo le ha parecido a un compañero mío del bachillerato demasiado pro castrista y, bien por el contrario, a una señora que no tengo el gusto de conocer le mereció el comentario de ser algo franquista. Algo habrá que decir al respecto. Servidor ni es castrista, ni fue franquista. Faltaría más.
Negarle a Franco determinados logros es una estupidez semejante a la de negarle a Castro los suyos, los conseguidos por su régimen. No imputarle a Franco unos atroces años de posguerra o no señalar la ausencia total de libertades formales, pudiera indicar cobardía moral que yo me abstendré de señalar. Por ambas razones me voy a permitir comentar algún extremo, pues milité en la clandestinidad antifranquista y, cuando tuve que decir algo del régimen cubano me permití hacerlo sin consultar ni a rey ni a roque.
Como carezco de espíritu de ex combatiente, les ahorraré batallitas de la política antifranquista llevada a cabo en la clandestinidad. Pero si me voy a permitir completar lo escrito hace una semana en el diario de la capital de Galicia y en este mismo hace el mismo tiempo. Ya dijimos que la actualidad de estos días es como el rabo de una lagartija, no deja de dar vueltas sobre si misma.
Cuando se celebró la Fería del Libro de La Habana del año 2008, la Consellería de Cultura envió a Cuba unos cientos de miles de libros escritos en gallego, que allí no iban a poder ser vendidos, en cuyo caso serían difícilmente leídos, es decir, un despilfarro, y envió también una embajada cultural de doscientos escritores que se pudiera calificar también como otro pequeño despilfarro. Eso como mínimo. Yo no fui invitado. Se ve que, como escritor gallego, no estaba a la altura de ninguno de esos doscientos y pico escritores desplazados. Sin embargo allí coincidí con ellos en la isla del Caimán Barbudo.
En entonces ministro de Cultura, el mismo que Zapatero cesó para poder nombrar a alguien con más glamour, era amigo mío, sigue siéndolo, y me pidió que fuese por cuenta del ministerio. Le argumenté que no podía ir y rechacé su oferta. Él insistió. Entonces le conté que, durante el segundo viaje de Manuel Fraga a Cuba, en el momento de subir al coche oficial para asistir a la primera cena que el presidente de Cuba le ofrecía al presidente de Galicia, en esta su segunda visita, en ese momento, el jefe de protocolo de Fidel se acercó ami y me dijo que no estaba invitado a la cena. Me di la vuelta y me metí en la residencia sin decir esta boca es mía.
Más tarde, al entrar ya en la habitación para acostarme, sonó el teléfono de la mesilla de noche y lo descolgué. Era el jefe de protocolo de Castro para decirme que “el Comandante en persona” me invitaba a cenar así que debía presentarme en palacio de inmediato. Le respondí de inmediato que le dijese “al comandante en persona que ahora no me salía a mí de los cojones” y colgué el teléfono. 
Al día siguiente, el jefe de protocolo me advirtió que yo no disponía ya de un coche oficial y que si quería acompañar al presidente Fraga en su viaje a Manatí, la patria de su infancia, debería pedir un taxi para acudir al aeropuerto a las cuatro de la mañana. Me acordé de lo que le habían hecho a Alfredo Bryce por mucho menos y, dicho en román paladino, sentí en la garganta la presión que no es difícil suponer. A partir de ahí no me separé ni un minuto de quienes sí tenían coche oficial a su disposición. Al regreso de Manatí, Mauricio Vicent, corresponsal de El País en La Habana, se sentó a mi lado para preguntarme qué tal me sentía como persona non grata en Cuba. Por eso ni podía, ni debía volver por la isla. César Antonio Molina insistió asegurándome que no me pasaría nada y acabé aceptando.
Al desembarcar en La Habana me estaba esperando un alto cargo de la Embajada de España. Me dijo que en La Habana se me conocía como “El hombre que dijo no” y que había cantidad de gente deseosa de darme un abrazo y manifestarme adhesión y respeto, aunque creía que no se iban a atrever a hacerlo: Pero que había otra tanta que estaba deseosa de darme un buen de par bofetadas y que, por si s atrevían, iba a estar permanentemente acompañada por personal de la Embajada. Debo decir en honor de la verdad que cada vez llegaban mis compañeros a realizar una visita a la sede de los escritores o de los artistas cubanos tenían que esperar a que yo concluyese la mía. Fue algo violento, pero fueron amables y discretos en cada una de mis visitas y pude saludar a viejos amigos como si no mediase ningún “no” sobrevolando sobre nosotros.
Lo que había motivado la negativa inicial a la cena había sido una intervención mía en la presentación, en la universidad compostelana, de una antología titulada “16 poetas gallegos cantan al Che Guevara” de la que formaba parte un poema mío y la auto poética en la que explicaba la génesis del poema. Auto poética que había sido censurada y que yo leí completa argumentando que si, durante el franquismo, nos la jugábamos para esquivar la censura, ahora, cuando no nos jugábamos nada no sería de recibo que fuese aceptada sin más y resignadamente. Y la leí completa incluyendo el párrafo en el que se decía que el poema estaba dedicado a los hijos del Che y no a su padre porque hacía ya treinta años que yo sentía serias reticencias hacia los idealistas ascéticos capaces de supervisar la ejecución de trescientos y pico compañeros de combate.
El Padre Feijoo escribió: “Así yo, Ciudadano libre de la República Literaria, ni esclavo de Aristóteles, ni aliado de sus enemigos, escucharé siempre con preferencia a toda autoridad privada lo que me dictaren la experiencia y la razón”. Pues eso. Humildemente me reclamo descendiente del espíritu de la Ilustración que alumbró a tan ilustre antepasado y me declaro ni esclavo de los castristas, ni aliado de los franquistas. Y el que quiera entender que entienda. Si no me importó en otras edades de mi vida, imagínense lo que me podrá importar a esta altura de ella. 

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